lunes, 23 de diciembre de 2013

(Merry) Christmas pudding

Entre las numerosas ocupaciones de las últimas semanas se cuenta una cena que cocinamos hace unos días en Casa Castillo. Un grupo de lectores concluía sus sesiones dedicadas a la novela inglesa de la última mitad del siglo XX y para ello les preparamos una serie de platos inspirados en la ciudad protagonista de las obras: Londres. Así, el menú consistió de pollo y gambas con mayonesa de curry, salmón con hinojo y berberechos, y ternera estofada con cerveza negra y Oporto, patatas asadas y ensalada de berros con cebolla morada. Los postres, peras en Oporto con Stilton y nueces, y un Christmas pudding seguido de mulled wine, es decir, vino caliente con especias.

De todas esas recetas, a mí me gustaría traer una aquí, la del pudding de Navidad. Sus orígenes se remontan a la Edad Media y tradicionalmente se sirve como postre el día 25 de diciembre. Sus ingredientes principales son frutas pasas, huevos, miga de pan, grasa animal y especias. La que utilicé como guía es esta de Nigel Slater que encontraréis en la muy recomendable base de recetas de la BBC. Lleva pasas, higos secos, gengibre confitado y su almíbar, cerezas y piel de naranja confitadas, manzana rallada, azúcar, shredded suet (la grasa vendida en pequeñas píldoras que un amigo tuvo la amabilidad de enviarme expresamente para poder preparar este pudding), el zumo y la ralladura de dos naranjas, miga de pan, harina con levadura y una mezcla de especias (canela, clavo, etc). La víspera se dejan macerar las frutas en brandy y luego se mezclan con el resto de los ingredientes. Se transfiere la masa a un bol o molde engrasado, que se tapa con papel encerado y aluminio, para poder cocerlo en una olla con agua. Después de tres horas puede retirarse; se le cambia el papel y si se guarda en un sitio fresco y seco aguanta semanas. A la hora de servir, se cuece de nueve con el mismo sistema otras tres horas. Se lleva a la mesa caliente (se puede flambear con brandy) y se acompaña de nata, natillas, helado... También es tradicional incluir una moneda para dar buena suerte; los dos que cociné yo (las proporciones de Slater dan para dos puddings más que generosos) llevaban cada uno su penique.

Con este Christmas pudding van los deseos de una feliz Navidad, una buena entrada en el año nuevo y el agradecimiento a todos los que habéis pasado por aquí en los últimos meses, los que habéis comentado y los que habéis echado una mano cuando fue necesario y habéis hecho honor a la generosidad, amistad y lealtad. En el 2014 continuamos.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Potted rabbit (semiconserva de conejo)


























Uno de los retos de la cocina en tiempos prefrigorífico consistió en alargar la vida de los alimentos todo lo posible y poder conservar para el invierno la abundancia del verano y el otoño. En Inglaterra a las semiconservas que cubren los ingredientes con una capa grasa a modo de protección se les denomina potted: se puede aplicar a muchas recetas, pero algunas de las más populares son los potted shrimps (camarones), con mantequilla clarificada muy especiada, un clásico de los enclaves costeros vacacionales, y el potted rabbit, que traemos hoy aquí.

La preparación es muy sencilla: guisamos el conejo troceado con hierbas a nuestro gusto (tomillo, por ejemplo), algo de panceta curada y una mano de cerdo, junto a las verduras habituales: cebolla, zanahora y apio. Cuando la carne esté tierna, al cabo de un par de horas, retiramos el conejo y la panceta, que deshilachamos y reservamos en un bol. Mientras, colamos el caldo de la cocción y lo hervimos para reducirlo hasta obtener la consistencia de una salsa. Transferimos la carne a un recipiente hondo o un tarro de conserva y cubrimos con el líquido. Cuando enfríe lo refrigeramos. La gelatina de la mano de cerdo habrá solidificado y creado esa capa protectora que permite dejar la carne durante varios días hasta que nos apetezca comerla. Sólo hay que retirarla del frío media hora antes y podremos extenderla como un paté: así fue como la servimos en la cena medieval que celebramos en Casa Castillo el pasado mes de julio. O como en la foto, que data de mis tiempos de prehistoria bloguera, con una crema de castañas y unas setas salteadas. Puro otoño.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Licor de mora de "aprovechamiento"



Una entrada breve para compartir un pequeño descubrimiento: un licor, vamos a denominarlo, de aprovechamiento. Aunque hay quien deja las semillas de mora al hacer la mermelada, yo suelo pasar la pulpa por un colador para eliminar la mayoría, ya que aunque personalmente no me disgustan, suele haber gente que le molestan y si las quitamos es más fácil compartir las mermeladas. Así que después de extraer la pulpa me quedaba en el colador con un montón de semillas y pellejos muy dulces, al haberse cocido con la cantidad necesaria de azúcar para cuajar. Estos restos los metí en un envase de conservas con ron moreno y, al cabo de unas semanas, el resultado fue un licor de mora realmente agradable. Y lo mejor, no haber desperdiciado nada, que no están los tiempos como para pasar por alto cualquier posibilidad de ahorro. Probadlo la próxima vez que hagáis mermelada en casa.

lunes, 14 de octubre de 2013

Bizcocho marmolado de mora

Ahora que ya ha pasado San Miguel, es el momento de empezar a utilizar las moras que hemos conservado para disfrutarlas en el otoño y el invierno. Así que en los próximos meses irán saliendo de la despensa esos botes de mermelada, de moras en almíbar, algunas que hayamos congelado o desecado...

La receta de hoy no la he cocinado yo, sino que fue una sorpresa encontrarse un bizcocho marmolado recién hecho al llegar a casa, preparado por cuatro manos infantiles con supervisión materna. Un bizcocho con mora, además, Por tanto, he tenido que preguntar por los ingredientes y la elaboración, y esto es lo que me han contado.

Batimos 300 gramos de mantequilla con 225 de azúcar hasta que esté bien mezclado. Se le añade un chorrito de leche y 5 huevos batidos, uno a uno. Se incorporan 375 gramos de harina con levadura. Vertemos aproximadamente dos tercios en un molde engrasado y añadimos la mermelada de mora (medio bote pequeño: es lo que me han dicho, aunque después, al probarlo, parecía que hubiese pedido un poco más) con el resto de la masa, procurando que se distribuya para conseguir el efecto marmolado. Se hornea a 180º durante 50 minutos o una hora.

Es cierto que hubiese necesitado algo más de mora, pero con untarle un poco de mermelada, como si se tratase de una tostada, ya lo compensamos. Por lo demás, fue todo un éxito en casa.

viernes, 27 de septiembre de 2013

"Tortilla" de moras


En cuestiones de cocina, solemos centrarnos en el final: lo que servimos en el plato. Y es cierto que disfrutar de una buena comida en compañía es una experiencia de lo más satisfactoria, pero también es verdad que el proceso no es menos enriquecedor. Buscar una receta, reunir los ingredientes, realizar distintas pruebas son, para quienes gustamos cocinar, partes tan divertidas o más como probar el resultado. Informarse sobre el origen de la receta, curiosidades o anécdotas o variantes puede incrementar aún más ese disfrute.

Cuando cocinamos moras en buena medida esa diversión se encuentra en su propia recolección. Las ventajas son incontables: paseamos o hacemos ejercicio (cada uno lo enfoca según más le conviene), estamos en contacto con el campo y la naturaleza, recuperamos paisajes de la infancia o descubrimos otros nuevos, compartimos un tiempo con nuestra familia o amigos y conocemos a personas nuevas... Hace unos días salimos a recoger moras por la ribera este de la ría. Son terrenos de una gran fertilidad, que hasta no hace muchos años estaban completamente cultivados. Ahora se cuentan tan sólo unos pocos huertos, atendidos por personas mayores. Las zarzas se han adueñado de la zona (como unos manzanos completamente cubiertos) y eso, al menos para los aficionados a las moras, no es mala noticia. Recogimos un par de kilos, pero lo realmente interesante fue saludar y charlar a la gente que nos fuimos encontrando por el camino.

-Qué, son para licor, ¿no?

Suele ser las primeras palabras que te dirigen cuando te ven recogiendo moras, el preámbulo a una conversación agradable. El otro día, además, nos dieron una receta:

-Cuando yo era chaval, y era después de la guerra y había poco para comer, hacíamos tortilla con las moras.

-¿Tortilla? ¿Cómo era eso?

-Pues poníamos las moras sobre una piedra, desmigábamos pan -de maíz, que de trigo no había- por encima, y con otra lo aplastábamos. Y así hacíamos tortilla.

-Qué rico.

-Era lo que había. Y no es un cuento: esto lo viví yo.

Las moras, entre otras muchas cosas por las que hay que estarles agradecidos, también han ayudado a sobrellevar mejor tiempos en los que muchas personas pasaban hambre. Quizá no sea la más elegante de las recetas, pero, eso sí, historia tiene.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Dulce de moras: en homenaje a Héctor Abad

De todas las recetas que he cocinado este verano, había una en concreto que me apetecía muchísimo probar. Se trata del dulce de moras del palacio arzobispal de Medellín, Colombia, que le servían a un joven Héctor Abad Gómez, tal y como evoca su hijo, Héctor Abad Faciolince, en el libro El olvido que seremos. Allá por mayo tuve ocasión de entrevistar al escritor, quien amablemente me facilitó la receta del dulce de moras, después de preguntarle a su madre. Era, digo, una receta que me llegó apenas empezada la primavera, por lo que tuve que esperar hasta disponer de unas moras bien maduras en la recta final del verano. Según explicaba la madre de Héctor, las moras se cuecen con el doble de agua y la mitad de azúcar, junto con clavos y canela, que se retiran a los diez minutos. Cuando consigamos un almíbar rojo, ni muy espeso ni muy líquido, es el momento de retirarlo del fuego. Y, añadía, se sirve con cuajada de leche o requesón.

Como para mí se trata de una receta muy especial, quería tratarla con el mayor de los cuidados, así que pensé que no me quedaba otra alternativa que hacer yo mismo la cuajada. Busqué la leche lo más natural y lo más próxima posible y, con el cuajo que dejaron unos buenos vecinos y expertos queseros, me estrené en mi aventura láctea. Después de calentar y atemperar la leche, incorporamos unas gotas de cuajo, dejamos que coja consistencia y colamos para que suelte algo del suero y que gane en untuosidad. Podemos servirlo en una copa, por ejemplo, con el dulce de moras por encima.

Como saben los lectores de El olvido que seremos, Héctor Abad Gómez fue asesinado a tiros en plena calle. Su hijo, en un reciente artículo, recuerda que en aquellos días de 1987 circuló un panfleto infame en el que se trataba de justificar lo injustificable con un irracional "era un idiota útil de los comunistas". Una sinrazón todavía más evidente a la luz de la descripción con la que el escritor resume la personalidad del padre: "Mi padre era un médico agnóstico que luchaba por los pobres; daba clases en una universidad pública, vacunaba en las selvas, defendía los derechos humanos y creía en la propiedad colectiva de muchos de los medios de producción (banca, servicios públicos, transporte, energía, petróleo…)".

La lectura de El olvido que seremos conmueve profundamente y nos sitúa ante la gran literatura, pero uno no puede evitar pensar que, de presentarse la elección imposible, habría optado por que el libro no hubiese llegado nunca a existir, porque eso significaría que no habría sido necesario escribirlo y que el dolor del que surgió nunca habría ocurrido, y que Héctor Abad Gómez, quizá ahora, al final del verano, se encontraría con su familia disfrutando de un dulce de moras y recordando los tiempos en que de joven cortejaba a su futura mujer. En eso pienso cada vez que hundo la cuchara y me llevo a la boca un poco de cuajada y mora, y me imagino que puedo oír la carcajada de siempre, la que soltaba el médico cuando recordaba aquel plato del palacio arzobispal, tal y como lo evoca su hijo. Ahora, al menos para mí, está ligado para siempre a su nombre: el dulce de moras de Héctor Abad.

martes, 17 de septiembre de 2013

Peras especiadas con avellanas

Hay alimentos que establecen afinidades entre sí y cuyos sabores o colores parecen diseñados por la naturaleza para su combinación. También el entorno contribuye: si dos ingredientes proceden del mismo espacio hay una cierta lógica en que después convivan en el plato. Lo pensaba ayer, mientras recogía moras en un huerto abandonado, cuyos manzanos, que aún daban fruta, estaba completamente cubierto por las zarzas. En ese momento el tradicional crumble inglés de manzana y mora cobraba todo sentido.

Junto a una casa familiar crecen un avellano y un peral y estos días ya hemos comenzado a beneficiarnos de su generosidad. Cuando llegué a la cocina, con las peras en una bolsa y las avellanas en un tarro, pensé que ahí había una receta. Así que modifiqué ligeramente una con la que suelo hacer peras con menta para adaptarla a las avellanas. No tiene ninguna complicación: preparamos un almíbar al que le añadimos canela, anís estrellado y unas hebras de azafrán. Pochamos las peras hasta que estén tiernas, pero con cuidado de no que no se deshagan. Lo ideal es un hervor mínimo durante unos minutos. Luego apagamos el fuego hasta que enfríe. Apartamos un poco del almíbar para hervirlo hasta que adquiera la consistencia de un jarabe, con el que luego bañaremos las peras. Solo queda tostar las avellanas troceadas con algo de azúcar (la mitad de su peso, por ejemplo) y usarlo como base del plato. La pera queda tierna, aromática, y el crujiente y tostado de las avellanas ponen el contrapunto.

Aunque puede funcionar como postre caliente, en casa solemos servir las peras del tiempo: recetas así ayudan a despedirse mejor del verano.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Membrillo de moras

En español la palabra membrillo designa tanto el fruto como el arbusto del que se recolecta, así como el dulce que se obtiene de él, que en muchos sitios también recibe el nombre de carne de membrillo. Pero además también puede utilizarse para referirse a una conserva con una consistencia o textura similares al membrillo original. Hace un año seguí ese método para elaborar un membrillo de abruños (con este nombre se conocen las endrinas en Galicia) y ahora lo he puesto en práctica también para conseguir un membrillo de moras.

El procedimiento es básicamente el de una mermelada: la pulpa de las bayas con azúcar. Sólo que en esta ocasión se incorpora igual cantidad de azúcar que de fruta y se hierve durante más tiempo; a ojo, unos buenos veinte minutos. Yo lo cuezo unos minutos para soltar los jugos y luego lo cuelo para dejar fuera la mayor parte de las semillas antes de darle el hervor. El resultado retiene todo el sabor característico de las moras, pero con una carnosidad propia del membrillo. Se puede cortar y comer solo, untar en pan o galletas, o dividirlo en porciones con queso, su acompañamiento más clásico. A los que ya os guste el membrillo seguro que os gustará, y a los que os encantan las moras, probadlo, que os convencerá.

jueves, 5 de septiembre de 2013

Las moras en la cocina de vanguardia: Rodrigo de la Calle







El cocinero Rodrigo de la Calle, desde su restaurante en Aranjuez, está realizando una de las propuestas culinarias más interesantes y personales de los últimos años. Buena parte de su singularidad radica en la apuesta que ha llevado a cabo por el mundo vegetal, elevando verduras, hortalizas y frutas del habitual papel de guarnición que se les suele adjudicar a protagonistas de platos por derecho propio. No es un dato irrelevante que Rodrigo haya trabajado en Mugaritz, cuyas creaciones con moras también han estado aquí presentes. La recuperación de variedades olvidadas o semiperdidas y el uso de productos de temporada y autóctonos ha dirigido el planteamiento de su cocina, que se enmarca en la gastrobotánica, título también del libro que publicó hace un par de años y que tuve la suerte de que me dejasen los Reyes...


Teniendo en cuenta la atención que le dedica al mundo vegetal parecía poco probable que no se hubiese interesado por las moras. Y así es: en una de sus microrrecetas Rodrigo y Jaime Ayala mezclan mora, remolacha, fresones y tequila con el resultado de un plato que está a medio camino entre un cóctel de bienvenida y una sopa fría con la que abrir un menú de finales de verano. La receta completa, con la secuencia de fotos de Javier Peñas, la tenéis aquí.

Desde el restaurante de Rodrigo también han tenido la amabilidad de comentarme que al ser las moras tan ricas en sabor, vitamina C y flavoroides, las hacen candidatas ideales para trabajar en coctelería, y que combinan "espectacularmente" con bebidas blancas y vinos espumosos como el cava o el champán. Así que fueron tan amables de facilitarme otra receta, Sweet Nights: un cuarto cada uno de mora, tomate y fresón licuados, con otro cuarto de vodka y champán al gusto.

Con recetas como esta queda claro que la mora todavía puede dar mucho juego en nuestras cocinas. ¡Aprovechad ahora que estamos en plena temporada!

viernes, 23 de agosto de 2013

Ketchup de mora (con panceta y pan de masa madre)



Una de las sugerencias de la entrada anterior proponía darle uso a las moras en recetas saladas. Una de las más curiosas es el ketchup. Digo curiosa porque a muchos sorprende la posibilidad de que se pueda preparar esta salsa de otro modo que no sea su omnipresente versión industrial. Y, de verdad, es un lujo hacerse en casa un buen ketchup de tomate, de champiñones, de pimientos o, en este caso, de mora. Además de un aderezo, el ketchup comparte naturaleza con las conservas: no hay mucha distancia con un chutney, por ejemplo. Ambos recurren a dos ingredientes, el azúcar y el vinagre, como agentes que prolongan la vida de la fruta u hortaliza que configura la base. El resto son hierbas y especias, que aportan su personalidad al conjunto.

El ketchup de mora que preparamos en casa nació de un paseo en Oxford con un emérito profesor de su universidad. Estábamos a finales de primavera y el recorrido nos llevó por la ribera de un río, donde los zarzales ya anunciaban una cosecha abundante para el verano. Salió el tema del libro que entonces estaba en preparación y entonces mi acompañante me habló de la receta del ketchup de mora, que amablemente compartió en el libro. Como decía antes, básicamente consiste en hacer un puré con las moras, cociéndolas en su propio jugo, y luego añadirles vinagre y azúcar. Una proporción básica puede ser un kilo de moras, 100 gramos de azúcar (moreno) y 300 mililitros de vinagre, pero conviene ir probando y ajustar las medidas a nuestro gusto. Lo cocinamos veinte minutos, en compañía de nuestras especias favoritas: pimientas, mostaza en grano o en polvo, clavos, guindilla, nuez moscada, cardamomo, cilantro, canela... Y sal, claro. Las posibilidades son infinitas. Una vez listo se cuela y embotella en tarros esterilizados.

Este ketchup va muy bien con carnes como el cerdo o la caza. El otro día lo tomamos para desayunar con una panceta elaborada en casa que nos regalaron, sobre unas tostadas de pan de masa madre, que preparé siguiendo las instrucciones de Dan Lepard, de cuyo libro, Hecho a mano, ya tendremos ocasión de volver a hablar. Fue una forma estupenda de empezar el día.

martes, 20 de agosto de 2013

Mermelada de moras: unas ideas


 
El sol de estos días está obrando su milagro y las moras maduras comienzan a abundar en los zarzales. Ya hay suficientes como para llevarse la cantidad necesaria a casa y empezar a cocinarlas. La mermelada es una opción obvia: fácil de preparar y muy agradecida, con un sabor intenso; además, permite conservar todo el sabor de las moras para disfrutarlo ahora o más adelante: pocas cosas hay tan reconfortantes como abrir un tarro de mermelada casera de mora en pleno invierno y reencontrarse con el añorado verano, como un rayo de sol que asoma entre el frío y la lluvia.

Cada uno tiene su receta para la mermelada, adaptada a sus gustos. Nosotros la incluimos en el libro, pero también es un buen momento para proponer aquí algunas ideas con las que darle una vuelta o un toque distinto y personal.
  • Las moras combinan muy bien con otras frutas. Se pueden incorporar bayas de saúco, manzana o pera, por ejemplo, a los ingredientes de la mermelada. Cambiará el sabor, más astringente, más matizado, más suave, en función de los cambios y su proporción.
  • Los juegos con especias también dan buenos resultados. Clavo, canela, pimientas... añaden sus aromas y un punto que puede ir desde lo dulce a lo picante.
  • Cuando se hayan llenado los tarros con la mermelada, incorporar un chorrito de ron oscuro y luego tapar. Además de contribuir a la conservación, aportará su propia personalidad y un toque alcohólico muy interesante para un postre, por ejemplo.
  • Algo tan sencillo como pasar la pulpa por un colador dará como resultado una mermelada sin pepitas, algo que muchos paladares aprecian.
  • Por lo general, asociamos las mermeladas con sabores dulces, pero también pueden dar juego en platos salados. Un par de cucharadas de mermelada de mora en una salsa de Oporto, por ejemplo. O directamente para acompañar una carne.
  • Por último, las mermeladas son una preparación básica para prolongar durante el otoño y el invierno el disfrute de las moras, pero esta fruta puede dar mucho más de sí. Es cuestión de experimentar y probar: los resultados siempre serán interesantes y se disfrutará del proceso.
P.S. Y un poco de mimo, por favor. Ayer mismo pude ver a una familia cogiendo moras... con una tijera de podar: cortaban las ramas enteras y se llevaban moras maduras, rojas y verdes que metían en bolsas de plástico de supermercado. Hay que pensar en el futuro de la planta, siempre, por muchas que haya, y en que otros también querrán recolectar.

martes, 13 de agosto de 2013

Pimm's: verano inglés



¡Verano inglés! Habrá quien niegue la cohabitación de ambas palabras en la misma frase, al menos desde el punto de vista meteorológico. Pero, dejando aparte las lluvias intempestivas y las temperaturas por debajo de los 20 grados, sí que podemos evocar una serie de imágenes, sonidos y acontecimientos cuya suma, al menos en espíritu, conforma una estampa veraniega. De la vida en los parques de Blur al Long Hot Summer de los siempre elegantes Style Council, de las regatas a las riberas de los canales, de Wimbledon a las partidas interminables indescrifrables de cricket, con sus fresas con nata y su Pimm's.
Un Pimm's Cup es sinónimo de verano inglés. Basta con prepararse uno para evocar los días plácidos de las vacaciones, en un jardín tranquilo, con el rumor de fondo de los jugadores de crícket sobre la hierba de un prado público en el centro del pueblo. Tiene color, es refrescante y ligeramente alcohólico. Se lo debemos al bueno de James Pimm, quien a comienzos del siglo XIX comenzó a servir un tónico digestivo en su barra especializada en ostras. El negoció floreció y Pimm tuvo que embotellar su creación para hacer frente a la demanda de otros establecimientos que también querían venderlo. Así nació el Pimm's Nº1 Cup, llamado así por la copa en la que se servía, el primero de una serie cuyos números hacían referencia al alcohol con el que se encabezaba la bebida: el primero, a base de ginebra; el segundo, whisky; el tercero, brandy; el cuatro, ron, etcétera. Pimm's pasó altibajos (los gustos son volubles, como nos ha demostrado la reciente moda del gin tonic) y ahora sólo sobrevive el Nº 1, el más popular; de forma testimonial existen el Nº 7, a base de vodka y con una producción muy limitada, y el Nº 3, que se vende en Navidad y se prepara caliente.
Porque el ritual del preparar un Pimm's es parte del encanto de la bebida. Se diluye en gaseosa (una medida de Pimm's por tres o cuatro de gaseosa) y se sirve con trozos de fruta: habitualmente, fresas, naranja, limón y manzana, junto con unas hojas de menta. Últimamente también se añade pepino, aunque la etiqueta Pimm's más estricta estipula que sólo debe usarse si no se dispone de flores de borraja y que ambas son excluyentes en el combinado. Como me apetecía adornar mi Pimm's con borraja me hice con unas semillas en invierno, que planté en el balcón en primavera y que sólo ahora han florecido, para ir directamente a la bebida, en compañía de un viejo jersey de cricket para la ocasión. La espera ha merecido la pena y, además, creo que podría reclamar el récord de la bebida preparada con la mayor anticipación.

jueves, 18 de julio de 2013

Una fiesta de la Edad Media



La Edad Media es un período larguísimo y fascinante, del que a mí, particularmente, siempre me ha atraído la música y la arquitectura, así como, en general, una estética en la que tienen cabida caballeros y proscritos. La celebración de una Feria Medieval a nuestras puertas fue el motivo de que en Casa Castillo pusiésemos en marcha una serie de cenas (fueron dos, finalmente) basadas en la gastronomía y los hábitos culinarios de la época. Bautizadas como cenas de proscritos, la ambientación, ideada y ejecutada por el equipo de Casa Castillo, formado por Naihte, Pedro Taboada, mi mujer y yo (con unas lámparas geniales cedidas por Tartaruga: gracias, así como los netos, recipientes metálicos para beber y que se usaban como medidas de peso, que hace mi tío César), recreó el bosque en el que los merry men de Robin Hood se guarecían del acoso del sheriff de Nottingham, mientras que el menú se planteó como un reflejo, en la medida de lo posible, de lo que se podría encontrar en las mesas de aquel tiempo, teniendo en cuenta que no era lo mismo la de un señor que la de un campesino, y que a distintas culturas, distintas comidas, por lo que se buscaron recetas de la Europa cristiana, nórdicas, de Al Andalus o sefardíes. El menú se elaboró en colaboración con Anna Mayer y Jorge Guitián, quienes también aportaron su buena mano en la cocina para ambas cenas.

Empezamos con una serie de entrantes pensados para comer con un pan ácimo, una receta andalusí, en dos variantes: con comino y con pimienta. Primero se sirvió una terrina de conejo, un plato británico que se materializó a finales de la época Tudor, y que en Inglaterra se conoce como potted rabbit. Básicamente consiste en una semiconserva de carne de conejo, cubierta con el líquido reducido de su cocción, a la que se añadió una mano de cerdo para que su gelatina cubra la carne y la proteja. También se relaciona con la conserva la siguiente receta, caballas y jureles marinados: se curan en sal 48 horas, para luego añadirles vinagres aromatizados con hojas de pino, como se hacía en Escandinavia antes de la introducción del eneldo, y de fresas salvajes. Se sirvieron con flores silvestres y plantas del litoral, como salicornia o hinojo de mar, recogidos en la ría cuando fuimos a darnos un muy necesario baño. El último entrante, un almodrote de berenjenas, una especie de pastel sefardí tomado del recetario del catalán Rupert de Nola.

Los platos fuertes estuvieron precedidos de una empanada de cerdo con manzana, una receta tradicional británica, que tenía, entre otras especias, canela, algo que sorprendió a bastantes comensales, ya que se trata de un sabor que asocian a platos dulces y no tanto salados. Siguieron unas albóndigas al comino, inspiradas en la receta de un manuscrito anónimo del siglo XIII, acompañadas por un arroz enjoyado, servido con pasas, como aún es frecuente encontrarlo en el norte de África. Por último, un lacón lampreado, es decir, adobado con una salsa de vinto tinto y especias, al estilo de la que se preparaba con la lamprea, de ahí el nombre. Llevó como acompañamiento una ensalada de remolacha, ya que en el Medievo también era frecuente el consumo de raíces.

Por último, los postres: frutas en vino tinto y pain perdu, del francés "pan perdido", una variación de lo que hoy conocemos como torrijas y que estaba presente bajo distintos nombres por toda Europa (en Inglaterra, por ejemplo, "pobres caballeros de Windsor". Junto a ellos, un vino dulce especiado, Clarrey, cuya fuente fue el recetario The Forme of Cury, recopilado para Ricardo II, (en este vino se remojó el pan -gracias a la panadería Santa María- del pain perdu antes de pasarlo por huevo). En la segunda de las cenas tuvimos también la suerte de contar con un excepcional bollo de Pan da moa, de Santiago.

Fueron dos noches a la luz de las velas en las que con la compañía, la comida y la música de, entre otros, Eduardo Paniagua, tratamos de remontarnos varios siglos atrás. Creo que todos aprendimos cosas nuevas y, además, nos divertimos, que, al fin y al cabo, es de lo que se trata en una fiesta. Gracias a todos los que con vuestro trabajo, colaboración, apoyo y presencia se hizo posible la celebración de las cenas.

viernes, 7 de junio de 2013

Empanada abierta de sardinas


O coca o el nombre que prefirais.

Junio es el mes de las sardinas. Comienzan a llegar a las plazas y viven su apoteósis dentro de unos días, cuando se convierten en las reinas gastronómicas de la celebración de San Juan (o el solsticio de verano, para otros), aunque la temporada se prolonga durante todo el verano.

Como aún le debía una visita a mi amigo Rubén, que acaba de abrir un puesto en la pescadería, me llevé unas cuantas para inaugurar la temporada en casa con una receta sin complicaciones. Preparamos la masa de empanada, coca, pizza o nuestra preferida, la cubrimos con cebolla caramelizada (ya sé que en estos tiempos es omnipresente, pero, en fin, es la que mejor se presta a esta receta) y colocamos unos lomos de sardina, limpios y desespinados. Horno y, antes de servir, un poco de aceite de oliva virgen extra, perejil picado y unas alcaparras. Como las sardinas se hacen muy rápido, metí al horno las bases cinco minutos y luego les coloqué los lomos otros cinco. Con eso suele llegar (el horno a unos 200 grados). Se puede hacer una empanada grande con todos los lomos o raciones individuales: esto último fue lo que preparé, en versiones de dos y tres lomos. Van fotos de ambas.

Queda inaugurada la temporada de la sardina.

viernes, 31 de mayo de 2013

Gugelhupf


El gugelhupf o kougelhopf, como también se le conoce, es un pan enriquecido, es decir, está a medio camino entre el pan y un bizcocho, por ejemplo. Se trata de una clásica receta centroeuropea, habitual en el repertorio del sur de Alemania, Austria, Suiza o lo que antiguamente se conocía como reino de Bohemia. Como todavía me quedaban unas cuantas nueces de las recogidas el pasado otoño bajo tres o cuatro nogales que tengo estratégicamente localizados en fincas abandonadas y hay que ir haciendo sitio para la cosecha de los próximos meses, decidí estrenarme con el gugelhupf.

La receta es una ligera variación de la que figura en una de las enciclopedias de cocina de Le Cordon Bleu, a la que añadí  pasas y los fragmentos de nuez que no conseguí sacar enteras, para adornar el pan en su parte superior. Con la ayuda dispuesta de un par de manos infantiles, amasé 450 gramos de harina de fuerza, una cucharadita de sal, dos cucharadas de azúcar, tres huevos batidos y 250 mililitros de leche templada con 150 gramos de mantequilla derretida en ella. También hay que añadirle levadura fresca, pero como por casa no había, hubo que contentarse con un sobre de ella en polvo. Cuando la masa está elástica se deja levedar en un bol aceitado y cubierto por un paño hasta que duplica su tamaño. Se le incorporan las pasas y las nueces y se vierte en el característico molde de corona para que vuelva a subir. Por último, 40 minutos en el horno a 190 grados y listo.

Mientras lo comía me acordé de unas vacaciones en Baviera de hace muchos años y de la recompensa del paisaje imponente tras dos o tres horas de subida a una montaña. Qué gran ayuda habría sido llevar unas tajadas de gugelhupf como provisiones.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Fresas salvajes









Las fresas aparecen en el título de dos obras maestras en sus respectivos ámbitos, la música y el cine: Strawberry Fields Forever, una de las melodías más emotivas de The Beatles, y Fresas salvajes, la película dirigida por Ingmar Bergman. La coincidencia se extiende al tema que comparten canción y filme, ya que ambos abordan el paso del tiempo, la infancia perdida y la nostalgia en un mundo adulto plagado de decepciones por aquellos días más inocentes. Strawberry Fields era el nombre de un jardín en el que John Lennon jugaba con sus amigos de niño. Las fresas salvajes transportan al personaje de Bergman, un profesor universitario viúdo, a otros años más luminosos y plenos de amor. Como en la célebre magdalena de Proust, un sabor o su evocación son capaces de transportarnos bregando contracorriente en el río de nuestra memoria, para recuperar espacios, personas, sensaciones.

Cuando en el almanaque de nuestros días mayo está a punto de dar paso a junio todavía faltan unas cuantas semanas para que las moras hayan madurado. Pero las que sí comienzan a revelar su intensidad rojiza son las fresas silvestres o amarotes, el nombre gallego por el que siempre las he conocido y que aprendí de mi padre, el primero en mostrármelas en unos ya remotos paseos por el campo. Ayer mismo pude recoger un buen puñado, transportados en un improvisado cucurucho de papel, en compañía de mi mujer y mi hija de seis años. Más o menos la misma edad que tenía yo cuando empecé a recogerlos exactamente en el mismo lugar. Entonces me acompañaban mis vecinos y compañeros de juegos, que, aunque ya no vivimos en el barrio, la mayoría seguimos siendo amigos. Hay algo emocionante en el hecho de regresar, más de treinta años más tarde, a ese lugar señalado por la biografía, y encontrar que la naturaleza sigue cumpliendo su ciclo y que hoy, como entonces, los amarotes siguen brotando cada primavera. El que fue un niño vuelve con otro que, con suerte, quizá complete el mismo círculo dentro de otros treinta años.

A diferencia de las fresas -en realidade, fresones, que es lo que encontramos habitualmente en el supermercado- los amarotes son diminutos, algo que parece concentrar tanto su color como su sabor. Son tan delicados que parece que no les hace justicia ninguna otra receta que no sea comerlos recién cogidos o con un poco de nata. Duran poco, pero mientras duran, uno se encuentra en otra parte, tal vez muchos años atrás.

jueves, 16 de mayo de 2013

El dulce de moras de Héctor Abad

El escritor colombiano Héctor Abad Faciolince acaba de reeditar uno de sus libros más singulares, Tratado de culinaria para mujeres tristes. Se trata de una obra inclasificable que mezcla gastronomía, remedios populares, aliento poético y sentimiento y fantasía en iguales proporciones. Su lectura me ha evocado otro volumen de características únicas, Tertulia de boticas prodigiosas, de Álvaro Cunqueiro, un autor que a Abad también le fascina, según pude saber gracias a la entrevista que le hice meses atrás.

En aquella conversación tampoco podía dejar de mencionar otro de los títulos de Abad, El olvido que seremos, uno de los libros que más me han impactado en los últimos años. En él relata, principalmente, la relación con su padre, el médico humanista Héctor Abad Gómez, incansable luchador en la defensa y mejora de las condiciones de vida de sus compatriotas, especialmente los más pobres, a través de su decidida fe en la salud pública. Un compromiso que le valió admiraciones pero también no pocos enemigos. Murió asesinado en plena calle en Medellín en 1987. El olvido que seremos puede leerse como el testimonio de la vida de un hombre bueno, pero también como un retrato conmovedor del amor entre un hijo y un padre, así como el que se siente por una madre y por los hermanos (hermanas, en este caso). Como en todas las obras excepcionales, permite aproximaciones lectoras muy diversas, y así hay en el libro un retrato de un país azotado por la violencia, los enfrentamientos entre las ideas de progreso y las conservadoras o incluso involucionistas, el dolor ante la muerte, la injusticia y el exilio. Todo esto, que son palabras mayores, está contado de una forma que remueve en uno los sentimientos que experimentaba Holden Caulfield: que al acabar el libro sientes tal conexión con su autor que desearías llamarlo y convidarlo a unos vinos y charlar con él y contarle lo mucho que te ha conmovido su historia y agradecerle que la haya escrito.

Mientras leía El olvido que seremos por primera vez me llamaron la atención estas palabras, puestas en boca del médico Abad Gómez, cuando se burlaba de su mujer, huérfana que se había criado bajo la tutela del arzobispo de Medellín, a causa de los elaborados platos que había conocido en su infancia y que reproducía en su hogar:

-¿Por qué será que cuando éramos novios y vivías en el Palacio Arzobispal a mí lo más sofisticado que me dieron fue dulce de moras con leche? -y soltaba su carcajada de siempre.

Era inevitable hablarle de ese dulce de moras a Héctor Abad Faciolince, y así lo hice al final de la entrevista, no sin antes disculparme por la posible extravagancia que pudiese encontrar en mi pregunta. Esta fue su respuesta:

"Qué curioso eso de las moras. Aquí a las moras grandes, rojas o negras, les decimos “moras de castilla”, y son unas matas llenas de espinas. Si se dejan madurar, son muy ricas. Mi mamá publicó un libro de cocina (Recetas de mis amigas) y en ese libro hecho con recetas ajenas, dice que la única receta que le enseñó su marido -a quien se le ahumaba un huevo tibio- fue una receta con moritas silvestres. Voy a pedirle a mi mamá el dulce de moras de palacio y también la receta de moritas silvestres de mi padre".

Unas semanas después llegó la receta del dulce de moras de palacio:

"En realidad, me dice mi madre, es tan simple como dejar a medio hacer una mermelada, sin que las moras se deshagan. Se trata de escoger muy bien las moras muy maduras (negras pero no deshechas, duritas) y ponerlas a cocer con el doble de cantidad de agua y la mitad de azúcar. Fuera de esto, en los primeros diez minutos de cocción, se pone en una gasa cosida un bouquet de clavos y canela que se retirará después de ese tiempo de ebullición. Se baja del fuego cuando ya hay un almíbar rojo, ni muy líquido ni muy espeso. Y se sirve con cuajada de leche o requesón".

Holden Caulfield no cabría en sí de gozo. No solo hablas con un gran escritor, sino que además tiene la amabilidad de compartir esa receta que, como todo conocimiento inútil, encierra en sí misma una historia digna de ser contada. No veo la hora de que llegue la cosecha de este verano para cocinarla.

lunes, 8 de abril de 2013

Las moras en la cocina de vanguardia: Mugaritz



Mugaritz es uno de esos restaurantes que ha conseguido formular una cocina en la que las técnicas y las innovaciones han producido un resultado de gran personalidad, sin por ello renunciar a una cultura gastronómica, que se toma como base y se amplía en contacto con otras tradiciones. Andoni Luis Aduriz y su equipo han concedido, además, una atención notable al ámbito vegetal, de lo que son pruebas la baratza o huerta en el restaurante y la publicación de un libro tan útil como el Diccionario botánico para cocineros. Así que era inevitable intentar incluírlos en esta pequeña sección sobre el uso de las moras en la cocina de vanguardia, en la que ya hemos hablado de El Bulli y de Paco Morales.

Desde Mugaritz Oswalvo Oliva me escribe muy amablemente para confirmarme que las moras, para ellos, son "frutos increíbles". "Nosotros mismos hacemos recolectas muy grandes cuando llega la temporada porque nos encanta servirlas en Mugaritz", añade. De hecho, en el restaurante suelen tratarse lo mínimo, por lo que casi ni se puede hablar de receta. "Creemos en la simplicidad y por eso siempre apostamos por la solución más sencilla", explica Oliva. Un ejemplo de ello es un plato de moras con nata de leche de caserío y unos granos de azúcar. Algo más elaborados son otros platos en los que las moras también están acompañadas de otros frutos del bosque, que son los que ilustran esta entrada: frutos rojos del día embebidos en una decocción fría de hojas de naranjo (arriba) y frutos rojos del jardín, madurados al sol, unas gotas de aceite de oliva virgen y lima. Burbujas frías de remolacha (abajo). Las propias descripciones de los platos hablan por sí solas.

Son ejemplos perfectos de cómo la mora, un fruto humilde y al alcance de todo el que quiera salir a recolectarlo, da muchas satisfacciones en la cocina, incluida la de Mugaritz, actualmente considerado el tercer mejor restaurante del mundo y que, por cierto, inaugura pasado mañana, miércoles 10 de abril, su nueva temporada.

jueves, 28 de marzo de 2013

Hot Cross Buns


La anglicana Inglaterra, al igual que la católica España, también tiene sus propias tradiciones gastronómicas pascuales, de las que los Hot Cross Buns son quizá el ejemplo más conocido.

Se trata de unos bollos especiados y con frutas secas, con una característica cruz de la que toman el nombre. A pesar de su condición de tradicionales (o quizá por ello), las referencias por escrito o su presencia en recetarios data de hace unos tres siglos, aunque se sabe que su existencia es anterior. Una ordenanza de los tiempos de Isabel I prohibía explícitamente su comercialización fuera de la Semana Santa -la fecha tradicional para consumirlos es Viernes Santo- y las Navidades, siendo los funerales las únicas excepciones. Es posible relacionar esta censura con una identificación del bollo con el culto católico, que la entonces joven Inglesia anglicana estaría deseosa de erradicar o al menos atenuar hasta la invisibilidad, y que convirtió en una rareza local las galletas en forma de vieira de Abberfraw, de las que ya hemos hablado.

Hace treinta años era difícil encontrar Hot Cross Buns si uno no visitaba Inglaterra en Semana Santa, que era justamente las vacaciones en las que yo iba a Londres. En aquellos viajes me debía de comer al menos uno cada día, cautivado por la dulzura de las pasas y el aroma especiado que desprendían aquellos bollos. Recuerdo con especial agrado el inconfundible aroma que desprendían las bakeries y que provocaban en uno un gozo anticipatorio del bollo o pastel que en cuestión de minutos tendría en la mano. Pero poco después las visitas cambiaron de época del año y en verano era imposible encontrar Hot Cross Buns. Los eché de menos fervientemente. Ahora se venden fuera de temporada en los supermercados, que además han desarrollado variantes de distintos sabores. Pero es mucho más divertido prepararlos en casa.

Hay numerosas recetas entre las que escoger. Ayer preparamos una muy sencilla, aunque hay que tener un poco de paciencia por el tiempo de fermentado al que se somete la masa.

Se empieza por mezclar en un recipiente 625 gramos de harina, una cucharadita de sal y dos de especias variadas molidas (jengibre, cardamomo, etc) con 45 de mantequilla en dados. Se le añaden 85 de azúcar, la ralladura de un limón y un par de cucharaditas de levadura en polvo. Incorporamos un huevo batido, 275 mililitros de leche tibia y vamos amasando, proceso en el que introducimos frutas desecadas de nuestro gusto. Dejamos que fermente una hora y volvemos a amasar, para dejarla reposar de nuevo media hora. Dividimos en porciones (una docena, aproximadamente), las colocamos en una bandeja de horno y que descansen un cuarto de hora. Mientras, preparamos la masa para la cruz con dos cucharadas de harina y otras dos de agua. Con una manga pastelera la dibujamos sobre los bollos, que finalmente horneamos unos diez minutos a 240 grados. Al retirarlos los pintamos con golden syrup (una melaza clara) algo caliente, para que cubra bien, y dejamos que enfríen.

Sólo queda entonar la clásica canción:

Hot Cross Buns, Hot Cross Buns,
One for a penny, two for a pound!

martes, 19 de marzo de 2013

Conejo en jarra


Sí, conejo en jarra. No en jarras, en jarra.

La receta de hoy es un clásico británico y suele emplear liebre: jugged hare. Jugged viene de jug, es decir, jarra, el recipiente en el que se cocina la carne. Se trata de un método documentado desde hace siglos y que se utilizaba para carnes que requerían una cocción prolongada en tiempos en los que no todo el mundo tenía horno. Los ingredientes se trocean, se meten en la jarra de marras, que se tapa y coloca en el interior de otra olla con agua hirviendo. De esta forma no sólo se consigue el punto deseado para carnes tradicionalmente fibrosas, sino que no se pierden sus jugos, con los que luego se prepara una salsa.

La receta por excelencia para jugged hare -o rabbit en el caso que nos ocupa, ya que la preparé con conejo- proviene de Hannah Glasse y su libro The Art of Cookery, publicado en 1747. La receta también es famosa porque se le atribuye el comienzo "Primero, caza una liebre", que, por muy divertido que suene, no deja de ser una invención apócrifa. Se trocea el animal y se mete en la jarra con un poco de tocino, una cebolla, clavo, macis y bastante mantequilla. Lo tapamos con papel aluminio y a cocer entre dos y tres horas, en función de las cantidades. Cuando haya terminado, se retira la carne y con los jugos se prepara en una sartén una salsa a la que se pueden añadir alcohol -en este caso, vino tinto- y, si se dispusiese de ella, la sangre del animal, en cuyo caso estaríamos hablando ya de un civet.

Esta forma de cocinar me recuerda a un hábito marroquí de preparar una comida en una vasija de barro y luego llevarla al horno del barrio, donde el panadero utiliza el calor residual de preparar el pan para cocinar estos encargos de sus clientes, que unas horas más tarde volverán a recogerlos. Colin Spencer, autor del magistral British Food, me cuenta que desde la Edad Media se conoce en Inglaterra esta preparación, común entre clases rurales sin horno, pero de la que apenas se ha escrito. De hecho, la mayoría de las recetas que circulan por ahí, incluida la de Jane Grigson en English Food, es un calco de la de Glasse.

No se le puede negar la comodidad y el resultado no desmerece: una carne tierna y una salsa potente y cargada de sabor, además de transportarnos en el tiempo a una época totalmente distinta.

martes, 12 de marzo de 2013

Risotto de naranja sanguina, cardamomo y chocolate

¿Existen los risottos dulces? La verdad, no lo sé. Mi relación con el arroz al margen de platos salados es más bien fría. Si hay una alternativa al arroz con leche siempre me aferraré a ella. Supongo que la causa está en casa. En todos los hogares, por muy bien que se cocine, siempre habrá un par de recetas que te condicionen tu relación futura con ellas. En mi caso fueron la raya guisada y el arroz con leche. En todo caso, llevaba meses dándole vueltas a la idea de un risotto como postre y la conjetura de qué tal se prestarían la técnica y el arroz a una combinación con dos o tres ingredientes de sintonía comprobada. Al final me decidí por la naranja y el chocolate, pero no pasó de la fase de idea. Luego, cuando Anna Mayer de Panepanna cocinó un risotto con limón en el último de los talleres que (por ahora) ha impartido en la Casa Castillo (aunque no llegué a probarlo y creo que era un plato salado), pensé que ya era momento de confrontar mi teoría con la realidad.

Empecé por exprimir las naranjas. Como estamos en temporada y tenía unas cuantas sanguinas en casa, le saqué el zumo a media docena, pensando que sería suficiente. Después vi que se me agotaba y sobre la marcha tuve que exprimir más, hasta casi la docena, pero este tipo de cosas es lo que tienen los ensayos. Calenté el zumo con unas semillas de cardamomo y lo dejé infusionar. Le añadí un nada de azúcar porque el propio sabor de las sanguinas ya me gustaba de por sí.

A continuación, rehogué el arroz en un poco de mantequilla. De tener licor de naranja, este es el momento de echarlo, pero lástima, no había nada por casa. Luego, sólo hay que ir añadiendo el zumo cazo a cazo y revolver, como en todo risotto. Este proceso también se prolongó más de lo esperaba. Al final conseguí una textura cremosa, con los granos casi al dente, que rematé con la incorporación de un par de cucharadas de nata y unas virutas recién arrastradas de una tableta de chocolate negro.

Era un pequeño experimento, lo confieso. Pero me gustó el resultado. Estaba suave, dulce y con un punto ácido de la naranja, y con un color rojo intenso que redondea el plato. En casa también gustó. Ahora habrá que probar con invitados.

domingo, 3 de marzo de 2013

Les crémets

Las recetas que habitualmente publicamos aquí suelen tener las moras y los frutos silvestres como ingrediente principal, pero hoy traemos una del libro en la que acompañan, y muy bien, un postre francés a base de nata: les crémets.

La receta se encuentra en un gran clásico, French Provincial Cooking, de Elizabeth David. David fue una de las escritoras gastronómicas más influyentes del siglo pasado en el Reino Unido. Llevó una vida bastante agitada, al menos en su juventud, período durante el cual vivió, entre otros lugares, en Francia, Grecia y Egipto. El contacto con la cocina mediterránea marcaría su actividad posterior, ya que se convirtió en su principal adalid en su país natal, en un tiempo -la posguerra a partir de 1945- en el que la alimentación no brillaba por sus usos imaginativos y se consideraban exóticos ingredientes como el aceite de oliva, que entonces se vendía como medicina en las farmacias. Su principal fuente de inspiración fueron los recetarios italianos y franceses, pero no los que servían a las mesas burguesas de los períodos victoriano y eduardiano, sino preparaciones de extracción rural y clásicos provinciales, cuyo conocimiento muchas veces quedaba confinado a sus propias regiones. Como también haría Jane Grigson, David le redescubrió al comensal británico su propia y olvidada tradición, en obras maestras como English Bread and Yeast Cookery. Murió en 1992 en Londres y poco después se subastó la gran mesa que presidía su cocina y los demás utensilios con los que trabajaba.

Anyway. La receta para Les crémets es originaria de Anjou y Saumur. Básicamente consiste en montar nata -cuanto más espesa mejor- con claras de huevo también montadas; unos 300 mililitros de nata por dos claras puede ser una buena cantidad. Si se desea, se puede añadir una cucharadita de azúcar a la nata. Se vierte la mezcla en moldes individuales agujereados con una muselina y se dejan sobre un plato en la nevera para que drene el líquido. Se desmolda y se sirve con un coulis de moras, frambuesas o los frutos de nuestra elección, con algunas bayas y más nata. Para los crémets de la imagen utilizamos como molde los coladores cerámicos que vienen con algunas tazas de infusión, pero los hay específicos para esta receta y que dan muy buen resultado a nivel visual.

Un postre apropiado para rematar una comida de verano, así que tenedla en mente.

domingo, 17 de febrero de 2013

Pavlova de frutos rojos

 
En la última entrada surgió en los comentarios el parecido que guardan entre sí dos postres clásicos de Escocia e Inglaterra, respectivamente, el Cranachan y el Eton Mess. Este último podría emparentarse también con otro sospechoso habitual de la sobremesa británica, el trifle, ya que ambos parecen recetas de aprovechamiento de preparaciones anteriores. En el caso del Eton Mess se dice su origen se debió a un accidente que sufrió una pavlova, así que ya que hemos mencionado a su derivado, no parece estar de más traer a colación el postre original, cuya receta también incluimos en el libro.

Como otras recetas bautizadas con el nombre de alguien famoso -la tortilla Arnold Bennett sería otro ejemplo británico-, se dice que la pavlova se cocinó en honor a la bailarina rusa de este apellido, durante una gira por Nueva Zelanda en 1926. Esto nos propone un juego parecido al del huevo y la gallina, porque hay quien afirma que el Eton Mess ya se conocía por este nombre en el siglo XIX y, por tanto, sería anterior a la pavlova de la que parece que se originó. Sea como sea, la leyenda está firmemente establecida y el hecho de que tanto una receta como otra compartan casi idénticamente los ingredientes también hace bastante para afianzarla.

La pavlova es, además, uno de esos postres cuyos resultados son especialmente satisfactorios por el poco trabajo que ofrecen y lo bien que queda. En el fondo no es más que una base de merengue, que habremos horneado para que quede crujiente por fuera y algo cremosa en el interior, sobre la que colocamos la fruta de nuestra elección, acompañada por nata montada o un coulis de la propia fruta. Sobra decir que los frutos rojos se prestan de maravilla a la receta.

lunes, 28 de enero de 2013

Cranachan

 
En Escocia acaba de celebrarse la Burns supper, es decir, la cena en honor al poeta nacional Robert Burns. Burns, paradigma de poeta del Romanticismo, es, entre otras, autor de la inmortal Auld Lang Syne, con la que más de uno habrá despedido el año. Su reivindicación del escocés lo convirtió en un icono cultural y su poesía influyó en la generación posterior de escritores románticos, incluidos los poetas lacustres ingleses.

Pero no hemos traído aquí al bueno de Robbie para hablar sólo de su poesía, sino también de gastronomía. Como hemos dicho, a finales de enero se celebran en Escocia -y la diáspora escocesa- las cenas en honor a Burns, cuyo aniversario fue el pasado día 25. Estas cenas son todo un evento social y cultural en el calendario, un ritual que pese a los años no se ha ni diluido ni vaciado de significado, y que se convierte en un verdadero hito popular, llegando a todas las capas de la población. En el menú no faltan dos ingredientes fundamentales, el haggis (vamos a definirlo, más o menos, como un botillo de vísceras de cordero) y el whisky. Durante la noche se come y se bebe, se convive y se recita, se dan discursos y se vuelve a beber: toda una cena, vamos.

Así que en honor de Burns traemos aquí una receta con frambuesas que hemos incluido en el libro, un postre tradicional francés. Tan sabroso como fácil de preparar, para hacer un cranachan son necesarios muy pocos ingredientes: frambuesas, nata, copos de avena, miel y whisky. Los copos se tuestan ligeramente y se dejan enfriar. Mientras, se bate la nata con el whisky y la miel, antes de incorporarle la avena. En un vaso alto alternamos frambuesas y nata, para rematar adornando con unas pocas frambuesas y algunos copos. El parentesco con el Eton Mess es evidente.

Sólo nos queda añadir "Slainte, here's tae ye"....

(El cranachan de la foto lleva un pequeño toque personal: unos bombones/caramelo por encima).

lunes, 21 de enero de 2013

Las moras en la cocina de vanguardia: Paco Morales


































Foto: Óscar Garrido.

Después de la entrada sobre el risotto de mora con jugo de caza en el último y final menú de El Bulli, volvemos al uso de las moras en la alta cocina. Esta vez se trata de la cocina de Paco Morales (Córdoba, 1981), que desarrolla actualmente en el Hotel Ferrero, en la localidad valenciana de Bocairent. A pesar de su juventud, Morales cuenta con una larga trayectoria en la que ha ido desarrollando un planteamiento muy personal, apegado a la tierra y sus ingredientes, sobre lo que construye un recetario abierto a aires renovadores. Como muestra, el relato de una visita en el blog Diario del Gourmet de Provincias. Es una intuición, pero de los platos de Morales se desprende la sensación de que se divierte tremendamente en la cocina, algo, creo, fundamental para que quien come sus platos también disfrute.

En el recetario de Morales también figuran las moras y otros frutos silvestres, tanto en platos salados como dulces. Muestra de lo primero es el lomo de cierva en su jugo con moras escarchadas y apio crudo. Se trata de una reinterpretación del acompañamiento de frutos rojos para la caza, en la que le aplica un tratamiento bien curioso a las moras: se pasan por clara de huevo y azúcar, para luego meterlas en un horno apagado que previamente ha estado 10 minutos a 150 grados. Quedan ligeramente deshidratadas pero retienen su punto de jugosidad.

En otro plato las moras se elevan a la condición de ingrediente principal. Se trata de una receta titulada flores del entorno, remolacha, frutos rojos y regaliz, cuya foto ilustra esta entrada. En este caso, el plato se pinta en el fondo con una tintura de remolacha (licuada y con un poco de vinagre), sobre la que se extiende un polvo de fresas deshidratadas. Encima, moras, arándanos y fresas silvestres, rodeadas de flores comestibles. Por último, una crema helada de frutos rojos (coulis con nata y un poco de gelatina, que habremos pasado por heladera) sobre la que se echa regaliz (polvo de Juanola), un merengue de mora (claras a punto de nieve, azúcar y puré de moras) y un sorbete también de mora (moras, agua y azúcar). Son varios procesos y texturas pero bien asumibles en una cocina doméstica y el resultado vale la pena.

Aquí siempre hemos defendido que si bien recoger moras y comerlas mientras se da un paseo es sinónimo de una tarde ideal, su versatilidad se merece algo más que preparar unos tarros de mermelada. Que también está bien, pero que a veces da la sensación de que no tienen más recorrido. Por eso es especialmente ilusionante ver cómo un cocinero tan creativo y del nivel de Paco Morales es capaz de sacarles todo su partido. Por si no hablase ya lo suficiente con su cocina, Morales ha tenido la amabilidad de confirmar por escrito ese valor de las moras: "Las moras en mi cocina son un producto fetiche… En  época estival las utilizamos de una manera generosa, bien en algún postre o elaboración salada. Nuestra filosofía  nos acerca al producto de proximida,d algo que han hecho nuestras abuelas y antepasados, tan de moda ahora. Las moras las recolectamos, las acariciamos con un cepillo y reservamos fuera de nevera para su uso. En agosto nos alegrán el final del verano aquí en Bocairent por su aroma, delicadeza y esplendor". Nada más que añadir.

martes, 15 de enero de 2013

Ternera guisada con nueces encurtidas




De los frutos que ofrece el bosque en otoño las nueces son de los más interesantes. No solo por su sabor, sino también por sus propiedades y porque duran buena parte del invierno hasta que abrimos la cáscara. Así es como solemos comerlas por aquí. Pero existe otra preparación, menos conocida, pero que forma parte del repertorio tradicional de conservas en el Reino Unido y que hace su aparición en Navidad y estos meses fríos: las nueces encurtidas.

Para prepararlas hay que adelantarse al otoño y recoger las nueces verdes en verano, igual que para hacer licor. Se mantienen en una salmuera varios días, cambiando el líquido varias veces y luego se conservan en un vinagre aromatizado. Confieso que lo he intentado en casa con escaso éxito: cuando las seco después de quitarlas de la salmuera se me llenan de moho. Algo estaré haciendo mal.

Menos mal que las venden envasadas. Recientemente pude hacerme con un tarro. Las nueces cogen el característico color negro (creo que por los taninos) que también adquiere el licor. Están tiernas y con un potente sabor a vinagre, quizá demasiado fuerte para mi gusto. Aún tengo pendiente probarlas en crudo con un poco de queso. Pero mientras les di uso adaptando una receta de Delia Smith para unos filetes de ciervo con nueces encurtidas, sustituyendo la carne por ternera para guisar. Hay que macerarla en cerveza negra y vino de Oporto y luego marcarla en una olla que podamos meter en el horno. La retiramos y doramos una cebolla y un diente de ajo. Devolvemos la carne a la olla, añadimos el alcohol, una hoja de laurel y las nueces encurtidas. Como tengo cubitos de caldo de pollo concentrado en el congelador le eché un par de ellos a la salsa. Finalmente, nos olvidamos de la olla en el horno un par de horas. Yo aproveché para asar unas patatas en la bandeja inferior para servir como acompañamiento.

En el guiso las nueces encurtidas mantienen su sabor otoñal y el vinagre se matiza hasta reducirse a una acidez muy ligera que corta muy bien el cuerpo de la salsa, que, por cierto, se redujo hasta lograr un concentrado intenso y reconstituyente. Un buen plato para empezar el año. Ahora sólo queda conseguir encurtir las nueces en casa.

lunes, 7 de enero de 2013

Natillas con naranja y su piel caramelizada



Desde que hace unos años empecé a usar la receta de Jane Grigson, que a su vez procede de The Experienced English Housekeeper, de Elizabeth Raffald (1769), las natillas con naranja se han convertido en uno de nuestros postres favoritos. Las instrucciones originales indican que se deben batir en un robot de cocina seis yemas con la piel de media naranja, el zumo de una y 125 gramos de azúcar. A esto se le añaden 600 mililitros de natas, ligera y para montar (lo que en Inglaterra se denomina single y double cream) previamente calentada y se vierte la mezcla en moldes individuales, para hacerlos en un horno a 160 grados en una bandeja con agua.

Si tengo prisa, tomo un atajo: caliento la nata (de la de montar, con un buen chorro de leche) y dejo infusionar en ella la piel de naranja, para luego añadírsela a las yemas con el azúcar. Además, basta con cambiar la piel por otro ingrediente y ya tienes otras natillas totalmente diferentes. En el libro incluimos una con nébeda (acompañada con gelatina de mora y galletas de mantequilla y pimienta de Sichuan), que le añade un punto algo picante y ligeramente mentolado, pero también le queda muy bien la hierba luísa e incluso el laurel: si sois de los que pensais que sólo se utiliza en guisos y para cocer el marisco, probad a añadirle un par de hojas a las natillas; os espera una sorpresa (y agradable).

El caso es que el otro día preparé unas de naranja por el sistema del atajo porque quería ponerlas con unas pieles caramelizadas. El mundo al revés: primero la guarnición y luego el postre. Aprovechando que tenía en casa unas buenas naranjas ecológicas, de esas que después de exprimirlas no te queda la palma encerada, saqué unas cuantas tiras de su piel para hervirlas cinco minutos y luego refrescarlas en agua con hielo, un proceso que repetí cinco veces. Luego las sequé y coloqué en una sartén antiadherente con algo menos de su peso en azúcar y lo dejé a fuego lento unos cuarenta minutos, removiendo de vez en cuando. Las pieles absorbieron todo el almíbar y casi llegaron a cristalizarse. Por último, derretí chocolate negro (algún día aprenderé a atemperarlo) y bañé algunas hasta la mitad, que puse en la superficie de las natillas frías, sobre la que había derretido azúcar moreno con un soplete.

Las natillas quedan muy cremosas y con el sabor entre dulce y ácido de la naranja combinan muy bien. En cuanto a las pieles confitadas, en un recipiente hermético se conservan una buena temporada. Aunque la elaboración es muy fácil hay que dedicarle algo de tiempo, pero visto el resultado, hasta da pena tirar las cáscaras después de exprimir el zumo o comerse las naranjas...