jueves, 13 de septiembre de 2012

Mermelada de pexego y vainilla





En el tesoro que son las entrevistas de Joaquín Soler Serrano para TVE brilla su conversación con Álvaro Cunqueiro. Memorable la cita del escritor de los conocimientos inútiles de Bertrand Russell y su aplicación a la gastronomía. Además de explicarnos que las nécoras de la ría de Vigo (Portumnus puber, aunque creo que Cunqueiro mezcla los nombres científicos de dos especies diferentes) le saben mejor desde que sabe que Portumnus era un dios romano protector de los puertos, y que las centollas (Maia squinado) le saben mejor desde que le remiten a Maia, la estrella más brillante de las Pléyades, se hace eco de la teoría del filósofo inglés de la llegada desde el lejano Oriente de los melocotones: sus huesos venían en los zurrones de los soldados chinos capturados por las tropas del rey indio Kanishka, y de ahí pasaron primero a Persia y luego al Imperio romano. Russell expone que "apricot" nació de una etimología falsa que antepuso una "a" a precoz, debido a la maduración temprana del fruto, una historia que también cita Cunqueiro, aunque le añade otra, al atribuir el nombre gallego del pexego (Prunus persica) a su paso por Persia en su viaje hacia Occidente (de hecho, el Diccionario de la Academia Española incluye esta acepción para la voz "pérsico").

No pude evitar recordar toda esta erudición "inútil" cuando me trajeron a casa un par de kilos de pexegos, también con su historia: proceden de unos pexegueiros que crecieron silvestres de los huesos de los frutos que un día llevó mi padre para comer algo mientras trabajaba la tierra y que tiró sin pensárselo demasiado al borde de la huerta. Como os imaginaréis, al saber de su procedencia, estos pexegos me saben mucho mejor, como también disfruto mucho más del artículo de Russell desde que encontré en Internet tirada de precio la primera edición del libro que incluye el celebrado texto y que aún luce el ex libris de su anterior dueño, James Stanley Little, secretario de la Sociedad de Autores británica a finales del siglo XIX.

Con estos antecedentes, era obligado hacer algo especial con los pexegos, pero conservando una relativa sencillez. En uno de los primeros libros de cocina que compré, Conservas, de Oded Schwartz, hace muchos años en la liquidación de la que fue mi librería durante toda la infancia y primera juventud (lo que, evidentemente, hace que le tenga mucho más cariño), encontré una receta de mermelada de melocotón y vainilla que tomé como inspiración.

Empecé por escaldar los pexegos para pelarlos y luego quitarles los huesos. Corté la carne, blanca por el interior y de un rojo granate por su cara exterior, en pequeños trozos, que puse en una olla con el zumo de un limón grande y unos corazones de manzana para que ganase algo más de pectina. Como la fruta pesaba kilo y medio añadí algo más de un kilo de azúcar y dos vainas de vainilla, lo llevé a ebullición y luego bajé el fuego hasta conseguir una pulpa. Después de un cuarto de hora subí de nuevo la potencia para alcanzar el punto de cuajado (105 grados) y pasar la mermelada a tarros esterilizados.

La mermelada está rica, muy rica, pero a mí me sabe mucho mejor, claro, por todo lo que lleva detrás. Y creo que a Cunqueiro le habría gustado el añadido de la vainilla a los pexegos. Seguro.

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