jueves, 28 de marzo de 2013

Hot Cross Buns


La anglicana Inglaterra, al igual que la católica España, también tiene sus propias tradiciones gastronómicas pascuales, de las que los Hot Cross Buns son quizá el ejemplo más conocido.

Se trata de unos bollos especiados y con frutas secas, con una característica cruz de la que toman el nombre. A pesar de su condición de tradicionales (o quizá por ello), las referencias por escrito o su presencia en recetarios data de hace unos tres siglos, aunque se sabe que su existencia es anterior. Una ordenanza de los tiempos de Isabel I prohibía explícitamente su comercialización fuera de la Semana Santa -la fecha tradicional para consumirlos es Viernes Santo- y las Navidades, siendo los funerales las únicas excepciones. Es posible relacionar esta censura con una identificación del bollo con el culto católico, que la entonces joven Inglesia anglicana estaría deseosa de erradicar o al menos atenuar hasta la invisibilidad, y que convirtió en una rareza local las galletas en forma de vieira de Abberfraw, de las que ya hemos hablado.

Hace treinta años era difícil encontrar Hot Cross Buns si uno no visitaba Inglaterra en Semana Santa, que era justamente las vacaciones en las que yo iba a Londres. En aquellos viajes me debía de comer al menos uno cada día, cautivado por la dulzura de las pasas y el aroma especiado que desprendían aquellos bollos. Recuerdo con especial agrado el inconfundible aroma que desprendían las bakeries y que provocaban en uno un gozo anticipatorio del bollo o pastel que en cuestión de minutos tendría en la mano. Pero poco después las visitas cambiaron de época del año y en verano era imposible encontrar Hot Cross Buns. Los eché de menos fervientemente. Ahora se venden fuera de temporada en los supermercados, que además han desarrollado variantes de distintos sabores. Pero es mucho más divertido prepararlos en casa.

Hay numerosas recetas entre las que escoger. Ayer preparamos una muy sencilla, aunque hay que tener un poco de paciencia por el tiempo de fermentado al que se somete la masa.

Se empieza por mezclar en un recipiente 625 gramos de harina, una cucharadita de sal y dos de especias variadas molidas (jengibre, cardamomo, etc) con 45 de mantequilla en dados. Se le añaden 85 de azúcar, la ralladura de un limón y un par de cucharaditas de levadura en polvo. Incorporamos un huevo batido, 275 mililitros de leche tibia y vamos amasando, proceso en el que introducimos frutas desecadas de nuestro gusto. Dejamos que fermente una hora y volvemos a amasar, para dejarla reposar de nuevo media hora. Dividimos en porciones (una docena, aproximadamente), las colocamos en una bandeja de horno y que descansen un cuarto de hora. Mientras, preparamos la masa para la cruz con dos cucharadas de harina y otras dos de agua. Con una manga pastelera la dibujamos sobre los bollos, que finalmente horneamos unos diez minutos a 240 grados. Al retirarlos los pintamos con golden syrup (una melaza clara) algo caliente, para que cubra bien, y dejamos que enfríen.

Sólo queda entonar la clásica canción:

Hot Cross Buns, Hot Cross Buns,
One for a penny, two for a pound!

martes, 19 de marzo de 2013

Conejo en jarra


Sí, conejo en jarra. No en jarras, en jarra.

La receta de hoy es un clásico británico y suele emplear liebre: jugged hare. Jugged viene de jug, es decir, jarra, el recipiente en el que se cocina la carne. Se trata de un método documentado desde hace siglos y que se utilizaba para carnes que requerían una cocción prolongada en tiempos en los que no todo el mundo tenía horno. Los ingredientes se trocean, se meten en la jarra de marras, que se tapa y coloca en el interior de otra olla con agua hirviendo. De esta forma no sólo se consigue el punto deseado para carnes tradicionalmente fibrosas, sino que no se pierden sus jugos, con los que luego se prepara una salsa.

La receta por excelencia para jugged hare -o rabbit en el caso que nos ocupa, ya que la preparé con conejo- proviene de Hannah Glasse y su libro The Art of Cookery, publicado en 1747. La receta también es famosa porque se le atribuye el comienzo "Primero, caza una liebre", que, por muy divertido que suene, no deja de ser una invención apócrifa. Se trocea el animal y se mete en la jarra con un poco de tocino, una cebolla, clavo, macis y bastante mantequilla. Lo tapamos con papel aluminio y a cocer entre dos y tres horas, en función de las cantidades. Cuando haya terminado, se retira la carne y con los jugos se prepara en una sartén una salsa a la que se pueden añadir alcohol -en este caso, vino tinto- y, si se dispusiese de ella, la sangre del animal, en cuyo caso estaríamos hablando ya de un civet.

Esta forma de cocinar me recuerda a un hábito marroquí de preparar una comida en una vasija de barro y luego llevarla al horno del barrio, donde el panadero utiliza el calor residual de preparar el pan para cocinar estos encargos de sus clientes, que unas horas más tarde volverán a recogerlos. Colin Spencer, autor del magistral British Food, me cuenta que desde la Edad Media se conoce en Inglaterra esta preparación, común entre clases rurales sin horno, pero de la que apenas se ha escrito. De hecho, la mayoría de las recetas que circulan por ahí, incluida la de Jane Grigson en English Food, es un calco de la de Glasse.

No se le puede negar la comodidad y el resultado no desmerece: una carne tierna y una salsa potente y cargada de sabor, además de transportarnos en el tiempo a una época totalmente distinta.

martes, 12 de marzo de 2013

Risotto de naranja sanguina, cardamomo y chocolate

¿Existen los risottos dulces? La verdad, no lo sé. Mi relación con el arroz al margen de platos salados es más bien fría. Si hay una alternativa al arroz con leche siempre me aferraré a ella. Supongo que la causa está en casa. En todos los hogares, por muy bien que se cocine, siempre habrá un par de recetas que te condicionen tu relación futura con ellas. En mi caso fueron la raya guisada y el arroz con leche. En todo caso, llevaba meses dándole vueltas a la idea de un risotto como postre y la conjetura de qué tal se prestarían la técnica y el arroz a una combinación con dos o tres ingredientes de sintonía comprobada. Al final me decidí por la naranja y el chocolate, pero no pasó de la fase de idea. Luego, cuando Anna Mayer de Panepanna cocinó un risotto con limón en el último de los talleres que (por ahora) ha impartido en la Casa Castillo (aunque no llegué a probarlo y creo que era un plato salado), pensé que ya era momento de confrontar mi teoría con la realidad.

Empecé por exprimir las naranjas. Como estamos en temporada y tenía unas cuantas sanguinas en casa, le saqué el zumo a media docena, pensando que sería suficiente. Después vi que se me agotaba y sobre la marcha tuve que exprimir más, hasta casi la docena, pero este tipo de cosas es lo que tienen los ensayos. Calenté el zumo con unas semillas de cardamomo y lo dejé infusionar. Le añadí un nada de azúcar porque el propio sabor de las sanguinas ya me gustaba de por sí.

A continuación, rehogué el arroz en un poco de mantequilla. De tener licor de naranja, este es el momento de echarlo, pero lástima, no había nada por casa. Luego, sólo hay que ir añadiendo el zumo cazo a cazo y revolver, como en todo risotto. Este proceso también se prolongó más de lo esperaba. Al final conseguí una textura cremosa, con los granos casi al dente, que rematé con la incorporación de un par de cucharadas de nata y unas virutas recién arrastradas de una tableta de chocolate negro.

Era un pequeño experimento, lo confieso. Pero me gustó el resultado. Estaba suave, dulce y con un punto ácido de la naranja, y con un color rojo intenso que redondea el plato. En casa también gustó. Ahora habrá que probar con invitados.

domingo, 3 de marzo de 2013

Les crémets

Las recetas que habitualmente publicamos aquí suelen tener las moras y los frutos silvestres como ingrediente principal, pero hoy traemos una del libro en la que acompañan, y muy bien, un postre francés a base de nata: les crémets.

La receta se encuentra en un gran clásico, French Provincial Cooking, de Elizabeth David. David fue una de las escritoras gastronómicas más influyentes del siglo pasado en el Reino Unido. Llevó una vida bastante agitada, al menos en su juventud, período durante el cual vivió, entre otros lugares, en Francia, Grecia y Egipto. El contacto con la cocina mediterránea marcaría su actividad posterior, ya que se convirtió en su principal adalid en su país natal, en un tiempo -la posguerra a partir de 1945- en el que la alimentación no brillaba por sus usos imaginativos y se consideraban exóticos ingredientes como el aceite de oliva, que entonces se vendía como medicina en las farmacias. Su principal fuente de inspiración fueron los recetarios italianos y franceses, pero no los que servían a las mesas burguesas de los períodos victoriano y eduardiano, sino preparaciones de extracción rural y clásicos provinciales, cuyo conocimiento muchas veces quedaba confinado a sus propias regiones. Como también haría Jane Grigson, David le redescubrió al comensal británico su propia y olvidada tradición, en obras maestras como English Bread and Yeast Cookery. Murió en 1992 en Londres y poco después se subastó la gran mesa que presidía su cocina y los demás utensilios con los que trabajaba.

Anyway. La receta para Les crémets es originaria de Anjou y Saumur. Básicamente consiste en montar nata -cuanto más espesa mejor- con claras de huevo también montadas; unos 300 mililitros de nata por dos claras puede ser una buena cantidad. Si se desea, se puede añadir una cucharadita de azúcar a la nata. Se vierte la mezcla en moldes individuales agujereados con una muselina y se dejan sobre un plato en la nevera para que drene el líquido. Se desmolda y se sirve con un coulis de moras, frambuesas o los frutos de nuestra elección, con algunas bayas y más nata. Para los crémets de la imagen utilizamos como molde los coladores cerámicos que vienen con algunas tazas de infusión, pero los hay específicos para esta receta y que dan muy buen resultado a nivel visual.

Un postre apropiado para rematar una comida de verano, así que tenedla en mente.