jueves, 22 de noviembre de 2012

Moras maduras en noviembre

 
Pues sí. El primer sorprendido fui yo, cuando hace unos días salí a buscar setas, un mundo fascinante en el que me voy adentrando poco a poco (tan despacio como me lo permiten los conocimientos micológicos, imprescindibles para el disfrute gastronómico de los hongos; el estético ya está asegurado con la enorme variedad de formas y colores que tienen, además de un buen paseo por una zona bonita), y me encontré con un par de docenas de moras... bien maduras. Así que se fueron al cesto de mimbre junto con un par de boletus y unos pocos níscalos que ya cayeron ese día para cenar, salteados con unos tacos de tocino, cebolla y perejil picado.

Lo habitual es que dejemos de recoger moras a finales de septiembre (San Miguel es el día señalado por la leyenda), pero no hay que hacerles ascos a las que estén maduras y en buen estado después de estas fechas. Y en el caso de las que me regaló la naturaleza en pleno noviembre, por la sorpresa, me vinieron muy bien para preparar un poco de vinagre, que este verano se me había pasado hacer. Como además no eran suficientes para una mermelada o un licor, el vinagre era la receta ideal para aprovecharlas.

Los frutos silvestres son ideales para personalizar un vinagre. Fresa, frambuesa, mora, uva espina... solo hay que dejarlos macerar el tiempo suficiente (en este caso, en un vinagre de sidra) y luego utilizarlos para aliñar ensaladas o darle otro toque a unos encurtidos. O cortar verduras en tiras, macerarlas en vinagre o rebajado con un poco de agua y tomarlas crudas. Hay muchas posibilidades, que además nos permiten seguir disfrutando de las moras, por ejemplo, una vez su temporada se haya cerrado definitivamente.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Scones con lemon curd



Algunos sabores están asociados de forma muy íntima a un lugar determinado, bien por una asociación cultural o por una experiencia personal. Está el caso del unto, por ejemplo: los gallegos no entendemos un caldo que no lo lleve, mientras que alguien que llegue de fuera y lo pruebe por primera vez quizá no lo reconozca, pero si de regreso a casa intenta replicarlo y no cuenta con esa grasa específica de cerdo ya no le sabrá igual. A veces un mismo ingrediente puede evocarnos lugares totalmente diferentes. El comino tanto nos puede llevar al cerebro unos callos como un tajine marroquí, mientras que el cilantro habrá a quien lo transporte a Asia y a otros más cerca, a Portugal. Aquí influyen tanto o más el archivo gustativo de cada uno como el los usos culinarios de una comunidad.

Para mí, uno de los sabores ingleses por excelencia es el lemon curd.

El lemon curd es una crema cuajada de limón, untuosa y melosa, utilizada habitualmente en la repostería británica, pero que no renuncia a la acidez cítrica. Puede usarse como relleno de tartas o tartaletas, como sustituto de mermeladas en bollos e incluso ha entrado en la coctelería moderna. Es uno de esos casos en los que se unen tradición gastronómica y experiencia personal. En el troco que celebramos hace algunas semanas reservé algunos limones para preparar un par de botes, siguiendo la receta de Jane Grigson en su imprescindible English Food.

Rallamos la piel de dos limones grandes y luego los exprimimos para extraerles el zumo, que pasaremos por un colador. Mezclamos la ralladura, el zumo y 90 gramos de mantequilla con 200 de azúcar  en un recipiente que ponemos en un baño de vapor sobre un fuego muy bajo. Cuando la mantequilla se haya derretido añadimos tres huevos batidos, poco a poco y a través de un colador. Ahora simplemente se trata de remover con cierta constancia y no dejar que la mezcla hierva en ningún momento. Irá espesando y cuando haya alcanzado el punto que nos interesa, que suele ser al cabo de unos veinte minutos, la retiramos y embotamos en tarros esterilizados. Una vez frío, guardamos el lemon curd en la nevera, donde aguantará unos tres meses sin problemas.

Para estrenar este lemon curd casero preparé unos scones siguiendo esta receta básica y una tetera para la merienda. Un disco de nuestro grupo inglés preferido... y hemos cruzado el Canal.

martes, 13 de noviembre de 2012

El caldo de calabaza de Merlín



En esta casa somos devotos lectores de Álvaro Cunqueiro desde antiguo, como ya ha quedado patente en ocasiones anteriores. Por muchas veces que se le relea da la impresión de que su mundo es inagotable y, como ocurre con los grandes clásicos, siempre se descubre algo nuevo o algún matiz que antes había pasado inadvertido. Entre sus muchos méritos se cuentan sus exploraciones de grandes personajes universales -Ulises, Simbad, Hamlet, Orestes, Merlín-, en las que la fascinación que sentía por ellos hacía que se nos revelasen bajo otra luz a nuestros ojos. Merlín es un caso paradigmático: el mago, retirado en Esmelle, en las lucenses tierras de Miranda, sigue recibiendo a quien precisa de su ayuda, para regocijo del joven Felipe de Amancia, que se maravilla ante los prodigios que ejecuta su amo y la singularidad de los viajeros que allí recalan. Merlín e familia es uno de los ejemplos más logrados de la simbiosis en un texto de las raíces más próximas del escritor con la gran literatura universal, la demostración perfecta de que el genio del autor es capaz de fabular mundos nuevos en los que las únicas reglas son las que él impone.

Como gastrónomo que era, Cunqueiro también desplegó su erudición en libros sobre el tema, pero la cocina y su disfrute permean toda su obra, algo de lo que también es cumplido ejemplo Merlín e familia. Lo sabe bien el periodista Miguel Vila, que escribió todo un libro a partir de las referencias gastronómicas del Merlín: en A cociña do Merlín explora la cocina tradicional gallega, en especial la del norte de la provincia de Lugo, que tan bien conoce, que es con la que Cunqueiro alimenta a sus personajes, aunque no exenta de unas pizcas de imaginación. El libro se abre con el capítulo dedicado a los caldos, en el que se da la receta de una variedad que otrora fue habitual en las casas gallegas y que hoy en día prácticamente ha desaparecido: el caldo de cabazo o cabazote, es decir, de calabaza. Tuve la suerte de que la semana pasada mi padre me proveyó de su huerta con los tres ingredientes principales, calabaza, patata y habas, por lo que era inevitable darles uso de esta forma.

La receta, además de en el libro de Miguel, figura en A cociña galega, de Cunqueiro, otro volumen imprescindible. Es de una sencillez extrema. Empezamos por poner las habas en agua fría y, cuando empiezan a estar cocidas, añadimos las patatas y la calabaza cortadas en trozos pequeños. Salamos. Mientras, freímos en aceite o manteca de cerdo media cebolla picada. Cuando se haya dorado, se retira del fuego y se añade pimentón dulce y picante a nuestro gusto, que a su vez incorporamos al caldo. Lo dejamos cocer unos minutos más y servimos caliente. Cunqueiro especifica que la calabaza tiene que quedar deshecha, aunque yo corté la cocción un poco antes y para engordar la salsa machaqué un par de cucharones antes de devolverlos a la olla. También, en lugar de agua, utilicé un caldo de pollo que había preparado la víspera con la carcasa de un asado, lo que le dio una dimensión más al plato final.

Nos dice en Merlín e familia Felipe de Amancia: "Era ben do meu gosto aquel caldo de calabazo doce que facía a señora Marcelina polo outono; tanto me sabía que adoitaba recuncar". Nosotros también repetimos, porque al placer gustativo se añade el de saber que era plato favorito en casa de mago. Por algo sería.

martes, 6 de noviembre de 2012

La mora en la cocina de vanguardia: El Bulli



Imagen tomada de Diario del Gourmet de Provincias.

La mora, la que crece abundantemente en las zarzas que invaden los caminos y los campos sin cultivar, que tantos frutos nos ofrece a quienes nos tomamos la molestia (y el placer) de recogerlas, no solo ha encontrado su sitio en las cocinas domésticas, sino que también lo está haciendo en las de los restaurantes más creativos. Algo de lo que me alegro, y mucho. Porque refleja de algún modo esa tendencia que persigue un retorno a ingredientes de proximidad, temporada y sostenibles, y que la alta cocina no tiene necesariamente que ser alta por usar ingredientes raros y caros, sino que es la transformación imaginativa del cocinero la que los eleva de la humildad al lujo.

La mora, es cierto, no goza de tanta presencia como las fresas o las frambuesas, por ejemplo, pero he podido hacer una pequeña recopilación de su uso en cocina de vanguardia, tanto en preparaciones dulces como saladas. Confío en poder ir presentándolas aquí y, para ello, vamos a empezar por el restaurante que ha simbolizado la innovación por excelencia en los últimos años: El Bulli.

Jorge Guitián, conocido desde hace años por su blog Diario del Gourmet deProvincias, es una de esas personas que ha podido comer en El Bulli y que, además, pudo hacerlo en su última y definitiva temporada como restaurante, ahora que Ferran Adrià y su equipo han replanteado su futuro como una fundación. La crónica completa de la visita de Jorge podéis leerla aquí, pero ahora mismo lo que nos interesa es el uso de la mora, presente en uno de los 48 platos de los que consistió el menú.

Uno de los conceptos que marcó la cocina del Bulli y su puesta en escena fue el desarrollo de las secuencias. Un solo plato podía descomponerse en varios que tomaban cada uno de sus ingredientes para prepararlos por separado y ofrecer así una experiencia diferente a modo de secuencia que el comensal degustaba en un determinado orden. O no solo un plato, sino un conjunto de ellos relacionado por su origen, por ejemplo. En el caso de la mora, que es el que nos ocupa, formaba parte de una secuencia dedicada a la caza. El plato en concreto era un risotto de mora con jugo de caza: la mora desgranada, al modo de un arroz, con un intenso y cremoso concentrado de liebre. Le habían precedido un ninyoyaki (buñuelo japonés) de liebre y un capuccino de caza, y luego dio paso a un ravioli de liebre con su boloñesa y su sangre y, por último, unas castañas miméticas, un trampantojo en el que se reconstruía el fruto con un interior de liebre. Según recuerda Jorge, el risotto cumplía la función de transición sin romper la secuencia: “Así, se preparaba el paladar para pasar del capuccino de caza con cacao a la provocación (falsa) de la sangre de la liebre del siguiente plato”.

La secuencia dedicada a la caza cerraba un menú (antes de los postres) que en sí mismo también era una secuencia, como corresponde al menú degustación. Jorge lo equipara a una obra teatral organizada en actos. “En el que yo tomé había un primer acto más informal, de snacks pequeños, un segundo más mediterráneo, otro de influencia asiática, otro con toques americanos y se cerraba con la caza antes de los postres”. Tomado individualmente, cada acto o secuencia también disponía de su propio ritmo interno: “Un inicio más o menos provocador y luego una serie que iba de menos a más, como si presentasen la idea general de golpe y luego la desarrollasen poco a poco en el resto de la secuencia”.

El uso de la mora, además, se enmarca en esa visión de acompañar un ingrediente principal, en este caso, la liebre, con otros propios de su entorno (en el libro intentamos acercarnos a esto con un plato de pichón con frutos rojos y semillas), para recrear gustativamente su escenario natural y transportar al comensal hasta él gracias al sabor. Ser capaz de provocar esas reacciones de placer, evocaciones, viaje y descubrimientos con la comida es la gran aportación de una cocina imaginativa y de vanguardia: ahí es donde reside el verdadero lujo.