martes, 30 de octubre de 2012

Experimentando con licores


La litografía al fondo es la obra "El invisible muro" (1983), de Roberto González Fernández.
 
Los licores son, junto con las mermeladas, una de las formas más extendidas de aprovechar y disfrutar de las moras y otros frutos silvestres o de la huerta que hayamos podido recoger en verano u otoño. Y de las más agradecidas. La relación entre esfuerzo y resultado es inmejorable: basta con macerar la fruta en alcohol y azúcar y tener la paciencia suficiente como para esperar los meses necesarios a que el alcohol base se haya transformado en licor de fruta.

Como no se trata de una ciencia exacta, en la elaboración de los licores influye mucho el gusto personal y la intuición. Hay quien prefiere disolver el azúcar en un almíbar antes de añadírselo al alcohol y la fruta, mientras que otros prefieren incorporarlo directamente y darle un par de sacudidas por semanas al envase hasta que se haya mezclado totalmente. También hay quien añade otros elementos para aportar aroma y sabor, como pieles de cítricos, granos de café, especias como canela, clavo, anís estrellado... todo depende, repetimos, del gusto personal y de las ganas de experimentar. Y, claro está, influye también el tipo de alcohol elegido.

En los últimos años hemos ido probando algo en este terreno y cada año nos ha deparado descubrimientos satisfactorios. Hace dos, por ejemplo, la revelación fue la ginebra de abruños, endrinas en castellano, un licor muy apreciado en Inglaterra, donde se conoce como sloe gin y es tradicional prepararlo al final del verano para regalarlo en Navidad y brindar en la fiesta. Con los meses la ginebra adquiere un tono rubí de lo más tentador, que se ve correspondido con su personalísimo sabor. Si hemos tenido la suerte de preparar suficiente cantidad o la fortuna de ser pacientes, aconsejo dejar el licor de un año para otro, porque para entonces el alcohol habrá extraído de los huesos de la fruta un ligero toque almendrado que le añade un matiz muy interesante (he visto algunas recetas en las que prefieren no esperar y echan unas gotas de esencia de almendra). El año pasado por un despiste recolector apenas pudimos hacernos con unos abruños y nos tuvimos que conformar con una botellita, error que hemos enmendado este año.

Pero al menos lo suplimos con otro descubrimiento: licor de moras a base de whisky. Si se deja macerar el tiempo suficiente el resultado no se parece en nada al whisky (que, por supuesto, no hace falta que sea de malta o de altas gamas refinadas) por la cualidad afrutada que le da la mora. Y este año el premio revelación se lo lleva el ron moreno con moras, una maravilla para paladares más golosos y que además tiene la ventaja de que no hay que esperar demasiado para degustarlo: apenas un par de semanas y listo.

Estos licores ponen el punto final digestivo a una buena comida pero también tienen más usos en la cocina, desde animar un postre o un helado o como ingrediente de un cóctel. Uno de los más conocidos es el Kir royale, que a una copa de champán o cava añade licor de grosella (casis), fácilmente sustituible por uno de mora. Y un Martini preparado con un chorrito de sloe gin, con un abruño en lugar de la consabida aceituna es un cóctel de aperitivo original y rico.

¡Salud!

lunes, 22 de octubre de 2012

De Gales a Compostela: galletas jacobeas de Abberfraw



Anglesey es una isla situada en el noroeste de Gales, que en el pasado desempeñó un importante papel en el escenario político del país, como prueba el hecho de que en la Edad Media albergase el Reino de Gwynedd, cuya corte se localizó en Abberfraw. Además de sus conexiones reales, Abberfraw era un populoso enclave portuario donde, al igual que en muchas otras ciudades costeras de las Islas Británicas, se embarcaban los peregrinos con rumbo a Ferrol o A Coruña para completar a pie por el llamado Camino Inglés su devoto viaje a Santiago de Compostela. Y en Abberfraw persiste una reliquia culinaria de aquellos tiempos que recuerda la conexión jacobea del lugar, unas galletas con una característica forma que se identifica con el símbolo por excelencia de la peregrinación, la vieira, y conocidas por varios nombres: los que lo asocian con el lugar, Abberfraw o Berffro cakes, y los que lo relacionan con Santiago, James's cakes o, en galés, cacennau Iago.

Las galletas fueron objeto de un reportaje reciente en uno de los programas culinarios de mayor éxito en el Reino Unido, The Great British Bake Off. La historiadora de la alimentación Anastasia Edwards relató una leyenda que justifica la forma de vieira -un capricho de una princesa de Gales, quien después de encontrar en la playa una hermosa concha quiso que le hiciesen un pastel que la imitase-, aunque le concedió mayor crédito a la teoría compostelana. En la misma línea se expresa una de las principales autoridades en la historia gastronómica británica, Colin Spencer, autor de uno de los tratados de referencia, el explicativo y ameno British Food. Spencer ha tenido la amabilidad de responder a mi curiosidad por las galletas de Abberfraw: en su opinión, se trataba de una manifestación más del fenómeno jacobeo a través de la simbología de la vieira, ya presente en la indumentaria del peregrino. "Mi suposición es que este tipo de galletas y pasteles se harían en todos los puertos por los que pasasen los peregrinos, y que tan sólo los galeses han sobrevivido". Spencer recuerda que en la Inglaterra católica se levantaban figuras devocionales con forma de vieira en honor a Santiago el día que tocaba honrarlo, pero que tales celebraciones fueron intencionadamente suprimidas con la llegada del protestantismo. Además, las pésimas relaciones posteriores entre Inglaterra y España cortaron el fenómeno de las peregrinaciones, lo que contribuiría a eliminar todas las manifestaciones de un culto católico, incluidas las culinarias, y difuminar el origen jacobeo de las galletas de Anglesey. Spencer extiende también a Francia la posibilidad de que a lo largo de las rutas de peregrinación se hubiesen dado productos similares. Quizá el más conocido sea la magdalena con forma de vieira, a la que algunas versiones míticas atribuyen también un origen similar. Si aún hoy eventos multitudinarios -pensemos en acontecimientos como unas olimpiadas o una boda real- inspiran todo tipo de productos gastronómicos, que pueden ir desde ediciones limitadas salidas de las fábricas de una multinacional a las creaciones artesanas del panadero o pastelero del barrio, se comprenderá fácilmente que hace unos cuantos siglos también quisiesen sacar provecho económico de un fenómeno que, no lo olvidemos, movía masas.

A diferencia de las magdalenas, que se hacen en un molde ya prefabricado con forma de vieira, las galletas de Abberffraw mantienen un estrechísimo contacto con el objeto que las distingue, ya que es la propia concha -la plana- la que se utiliza para moldearlas. En cuanto a la masa, no difiere mucho de otras galletas como las shortbread: 150 gramos de harina -yo utilizo 100 de harina blanca y 50 de harina de la que aquí llamamos "trigo del país", similar a la integral-, 100 de mantequilla y 50 de azúcar. Después de amasar conviene dejar la masa unos minutos en la nevera para que endurezca y sea más fácil trabajarla. Con la vieira se le da la forma y después de una media hora en el horno a 180 grados están listas. Fueron el acompañamiento ideal de la copa de moras, castañas y manzana de la anterior entrada. Están ricas, claro, pero, en la línea de los conocimientos inútiles de los que ya hemos hablado aquí antes, desde que conozco su origen y sé que las traían los peregrinos que hace siglos transitaron por el camino que pasa a los mismos pies de la casa donde ahora vivo, me parecen mucho más ricas. Mucho.

jueves, 18 de octubre de 2012

Copa de moras, castañas y manzana




Como quizá algunos ya sepais, ayer el programa de Televisión de Galicia A Revista da tarde se pasó por nuestra casa después de dar un paseo para recoger las últimas moras de este año y cocinar un plato con ellas. Hay un momento breve, mágico, en el que coinciden esas últimas moras con las primeras castañas del otoño, así que la idea fue preparar una receta con ambos productos, a los que les sumamos otro también de temporada, las manzanas. La propuesta se concretó en una copa con moras, crema dulce de castañas y gelatina de tabardilla.

Las moras no tenían dificultad ninguna: simplemente cocerlas unos minutos a fuego muy suave, para que no perdiesen su forma, en un almíbar. Si se desea repetir este plato más adelante, cuando ya no hay moras, se pueden sustituir por un par de cucharadas de mermelada, que colocaremos en el fondo de una copa. Sobre ella, una crema que obtendremos cociendo castañas con el equivalente a su peso en leche, con el azúcar suficiente para darle el dulzor que queramos. En Galicia es tradicional cocerlas con una rama de fiúncho, el hinojo silvestre, pero en muchos sitios también se utiliza la nébeda, que le aporta un matiz mentolado que va muy bien para esta receta en concreto. Por último, unos dados de gelatina de manzana (otro día daremos la receta específica para hacerla) y unos brotes de menta del balcón para decorar.

Para acompañar la copa de moras, castañas y manzana, pusimos un poco de licor de mora (ron, moras y azúcar) y unas galletas tradicionales de Gales, con forma de concha de vieira y relacionadas con las peregrinaciones a Santiago, que también se merecen una entrada propia en el blog. Cocinar y rematar la receta sin cortes en la grabación fue todo un reto, pero también una experiencia nueva y muy divertido, en buena medida porque con el equipo de TVG la cosa fue más fácil de lo que nos esperábamos, así que nuestro agradecimiento por haberse acordado de nosotros y hacerlo además de una forma tan agradable. Cuando esté disponible el enlace al programa en concreto lo compartiremos aquí.

P. S. Ya está el vídeo del programa: aquí, a partir del minuto 44

P. S. S. Y aquí el reportaje, por si queréis ir directamente.

lunes, 15 de octubre de 2012

Troco



Troco, en gallego, significa intercambio. Y eso fue precisamente lo que pusimos en práctica ayer un grupo pequeño de amigos. Algunos tienen huerta, otros recogemos frutos silvestres, preparamos conservas, secamos hierbas... por lo que hace unos meses decidimos poner una fecha en otoño y quedar para intercambiarnos nuestros, vamos a llamarlos así, excedentes. Organizamos una merienda y cada uno puso sobre la mesa sus aportaciones para luego redistribuir para tener un poco de todo. Es una buena forma de compartir aquellos productos de los que tienes de sobra y llevarte a casa otros que, por los motivos que sea, no has podido cultivar o recetas que eran desconocidas.

De memoria, reunimos mermeladas de mora, de pexego con vainilla, de manzana y de higo, ketchup de mora, gelatina de manzana tabardilla (con menta y sin ella), pimientos asados, hierbas como orégano, nébeda, lavanda y hierba luísa, membrillo de abruños y de membrillo (valga la redundancia), algas secas (espagueti de mar), limones, higos, nueces y castañas, tomates, semillas de lino, boletus, calabazas y estiércol puro de caballo.

Intentamos que todo fuese lo más natural y próximo posible, y usamos envases reciclados. Pudimos catar algún licor en proceso, con resultados muy satisfactorios, especialmente el ron de mora. Al llevarse la bolsa a casa, alguien comentó que parecía que se hubiese adelantado la llegada de los Reyes Magos, y realmente lo parecía. Así que el próximo otoño repetiremos.

jueves, 11 de octubre de 2012

Higos, Oporto y Chantilly



Foraging es la forma en la que los ingleses denominan la acción de salir al campo a recolectar frutas, hierbas, bayas o setas, por ejemplo, para darles un uso culinario, algo que tanto practican aficionados a la naturaleza o cocineros domésticos, como chefs creativos (atentos al también británico Simon Rogan, valor en alza). En inglés, forage también es el equivalente al español forraje y, de hecho, ambas palabras comparten etimología, ya que, según los diccionarios, provienen del francés fourrage, el alimento (pasto o cereales) que se le da al ganado. En español, forrajear también se aplica al soldado que sale a buscar pasto para los caballos. Por lo general, el forage inglés se suele traducir como recolectar, un verbo más genérico, a no ser que lo enmarquemos en el clásico cazador/recolector, de resonancias primitivas.

En fin. Toda esta digresión filológica viene a cuento de que durante un simple paseo por el campo, sin necesidad de ser un experto, uno puede volver a casa con cosillas que le alegren el plato. Ya no solo se trata de moras, la columna vertebral de este blog, o de setas (aquí sí son necesarios conocimientos y prudencia). Quienes vivan en pueblos o ciudades pequeñas saben que a unos metros de sus casas, por caminos o por fincas una vez cultivadas y ahora sumidas en el abandono, es posible hallar pequeños tesoros. Unos buenos manojos de menta silvestre. O nueces. O castañas. O manzanas de varias clases. O higos, como los que nos topamos el otro día en lo que un día fue una huerta fértil y ahora es un campo asilvestrado sobre el que algún día, cuando la crisis haya pasado, alguien edificará.

Pero mientras, y aun lamentándonos de ese abandono, debemos aprovechar la generosidad que nos brinda la naturaleza. Los higos volvieron a casa, con las últimas moras y unas nueces. Eran pocos. No daban para una mermelada ni para una tarta, como la espectacular que un día le vimos hacer a Raymond Blanc en uno de sus programas. Así que se imponía una solución sencilla, en la línea del minimalismo de Mark Bittman, la regla de los tres ingredientes que también acaba de explotar ahora Hugh Fearnley-Whittingstall en su último libro. Tres ingredientes, tres: higos, Oporto y nata. Es decir, higos pochados en el vino, con algo de anís estrellado, clavo, canela, pimienta de Jamaica y muy poco azúcar, salsa que luego se reducirá hasta concentrarse en un jarabe y acompañar a la fruta en el plato con una crema Chantilly (la vaina de la vainilla también fue en la salsa).

Tres, el número mágico.


lunes, 8 de octubre de 2012

La cordialidad del saúco





El saúco (sambucus nigra) es, junto con las moras, uno de los frutos silvestres más abundantes y fáciles de reconocer. Sus bayas negras comienzan a aparecer mediado el verano y nos acompañan hasta los primeros compases otoñales. Además, es generoso: tanto las flores como sus frutos se prestan a variadas preparaciones: desde cordiales ("Bebida que se da a los enfermos, compuesta de varios ingredientes propios para confortarlos", según definición del Diccionario de la RAE) a tempuras dulces con las flores, hasta mermeladas, jaleas, licores y los mismos cordiales con las bayas. Los usos del saúco son comunes en Escandinavia y Centroeuropa (en Alemania es tradicional una sopa, la Fliederbeersuppe) y su popularidad ha propiciado hasta la aparición de refrescos con su sabor. En Noma, el restaurante de René Redzepi, utilizan el cordial para hacer una mousse, las flores para acompañar un cordero y las bayas, otro tanto con erizo de mar. Pero de la presencia de las moras y los frutos silvestres en la alta cocina ya hablaremos otro día.

Este verano, mientras recogíamos moras, si nos cruzábamos con saúcos también nos llevábamos sus bayas en el cesto, y luego las añadíamos en el proceso de elaboración de la mermelada, ya que aportan un matiz astringente (el saúco es rico en taninos) que resulta muy interesante. A estas alturas del otoño ya escasean las bayas, pero tuvimos la fortuna de localizar, en la ribera de un arroyo, un arbusto que todavía lucía unos racimos bien cargados.

Ya en casa los destinamos a la preparación de un cordial que nos ayude este invierno a mantener a raya los catarros. Debido a la alta cantidad de vitamina C que tienen las bayas de saúco, se les atribuyen tradicionalmente propiedades medicinales que parece que también están respaldadas por estudios clínicos. En uno de ellos los pacientes a los que se les suministró un concentrado de saúco se recuperaron de su catarro mucho antes que los que sólo habían tomado un placebo.

Después de retirar las bayas de los racimos, las puse en una olla con suficiente agua para cubrirlas y las cocí a fuego lento hasta que se deshicieron, en torno a media hora. La pulpa resultante la pasé por un colador muy fino (también vale uno de tela) para sacar el jugo, que luego pesé y volví a cocer con azúcar: el jugo pasaba ligeramente del medio litro, por lo que añadí unos 400 gramos de azúcar. Durante esta segunda cocción también puse en la olla unos granos de pimienta de Jamaica, clavo y canela. Al cabo de veinte minutos, volví a colar y lo pasé a botellas esterilizadas.

El cordial se puede diluir en agua caliente, con un chorrito de brandy, por ejemplo, para esos días fríos o, si hay suficiente para llegar a la primavera, con agua fría, con gas o sin él, para conseguir un refresco. O, si lo preferimos, tomarnos una cucharadita como tónico preventivo: con su tonalidad oscura y el recuerdo a clavo me lo imagino como una medicina nada amarga de otros tiempos.

viernes, 5 de octubre de 2012

Galletas inglesas de mora



Ahora que ya ha pasado San Miguel y que el otoño está definitivamente con nosotros, es hora de empezar a cocinar cosillas con las conservas que hayamos podido preparar. Y, obviamente, las mermeladas suelen ser la forma más extendida para poder disfrutar de estos frutos cuando su temporada ya ha pasado.

Estas galletas inglesas no tienen dificultad ninguna. Solo hay que usar harina normal (180 gramos) y con levadura (45), batirla con azúcar (100 gramos) y mantequilla (85) y añadirle un huevo pequeño batido para que tenga elasticidad al amasar. Damos la forma que queramos a las galletas y en el centro, después de hacer un pequeño hueco, ponemos una cucharada de mermelada de mora (u otra que tengamos por casa). Esta es de moras recogidas a finales del pasado agosto, aprovechando una pausa para comer en el trabajo.

En el caso de las de la foto, usamos moldes de formas para conseguir figuras con la mermelada: las galletas fueron al horno (a 180 grados) con ellos, aunque se retiraron cuando ya llevaban unos cinco minutos (en torno a quince de tiempo de horneado total).

Muy reconfortantes con un té con leche en una de estas tardes en las que ya baja el frío otoñal.

martes, 2 de octubre de 2012

Arroz con codium, berberechos y mejillones



Aunque las recetas de este blog se nutren principalmente de moras y otras bayas similares, también hay otras plantas que, sin pertenecer a estas categorías, podríamos etiquetarlas como "silvestres". Hablamos, por ejemplo, de las algas. En los últimos años su uso ha experimentado toda una revolución, de la que son exponentes (y a la vez causa), entre otros, su uso en la alta cocina y, sobre todo, la apuesta visionaria de una empresa como Porto Muíños. Cualquiera con un poco de interés en incorporar algas a sus platos domésticos tiene una interesante variedad al alcance de la cesta de la compra y, a poco que busque, un recetario cada vez más amplio.

Pero quienes vivimos cerca de la costa también podemos encontrar las algas en su medio natural y darles un uso culinario. Como con todo, no se trata de esquilmar nuestros recursos, pero con un poco de sentidiño nos podemos llevar algunas cosas interesantes para saborear en casa lo que el mar nos ofrece. Así que hace unos días, en una de esas playas abiertas al océano, bien batida por agua fría y nutricia, cuando un amigo me señaló la presencia de codium, no dudamos en llevarnos un puñado para preparar más tarde, ya en casa.

El codium es una de las algas que mayor fortuna ha hecho en la cocina creativa y son varios los restaurantes, al menos en Galicia, los que han puesto en sus cartas platos en los que interviene con mayor o menor protagonismo. Rebuscando en Internet es fácil dar con más recetas, pero parece que el arroz es uno de los ingredientes que mejor casa con el sabor intenso a mar del codium (hasta Jamie Oliver lo incluyó en su revista), y que se puede utilizar como base para un plato más completo, en este caso, con berberechos y mejillones.

Empecé por abrir al vapor berberechos y mejillones. Se les quita la carne y se reserva el jugo que han soltado, pasándolo por una muselina o un colador muy fino. Luego preparé un caldo con una cebolla y una zanahoria (lo que había en casa en ese momento, pero cada uno lo puede hacer a su gusto), a las que añadí el líquido de los bichos y algo de agua. Mientras se cocía, piqué muy fina una cebolla, que poché y, cuando se volvió transparente, le añadí el arroz. Después de rehogarlo fui incorporando cazo a cazo el caldo caliente, dejando que el arroz absorbiese el líquido antes de volver a remojarlo, como si fuese un risotto. Cuando está al dente añadimos los berberechos y mejillones y un par de cucharaditas de codium: yo lo licué y emulsioné con un aceite de oliva suave, para luego pasarlo por un colador. Hay que tener cuidado porque su sabor es fuerte y con sólo pasarnos un poco el plato puede quedar demasiado salado (esto también hay que tenerlo en cuenta a la hora de salar previamente el plato); es mejor añadirlo poco a poco y probar constantemente hasta llegar al punto que nos interesa. Debe quedar con una textura entre el arroz caldoso y el risotto (por cierto, la imagen se tomó después de comer y no antes, de ahí que parezca más seco). El codium, además, le proporcionará al arroz una bonita tonalidad verdosa: el mar en tu plato.

lunes, 1 de octubre de 2012

Tarta crumble de manzana y mora




En la mañana del sábado, San Miguel, todavía pudimos recolectar un puñado de moras (y algunas bayas de saúco) entre las muchas que se estropearon por las lluvias de la semana pasada. Así que, con unas manzanas que ya había por casa, preparamos un crumble.

El crumble es un postre típicamente británico, una de esas recetas hogareñas con las que se suele poner final a una comida en familia. También representa para muchos ingleses el ideal del comfort food, como denominan, a grandes rasgos, esos platos que te reconfortan cuando tienes uno de esos traicioneros bajones vitales. Aunque se puede preparar en cualquier época del año, su mejor momento es el otoño, cuando todavía hay variedad de fruta fresca y la bajada de temperaturas al irse el sol hace que a uno le apetezca un postre caliente.

A grandes rasgos, un crumble consiste en un plato de fruta que se cubre con una mezcla de harina, azúcar y mantequilla, que se hornea hasta que esta capa queda crujiente y la fruta suave y jugosa. Aunque ya se considera una receta tradicional, en realidad su popularización no es tan lejana (como, por otra parte, ocurre con muchas otras preparaciones culinarias que creemos que han estado ahí toda la vida), sino que se remonta a la Segunda Guerra Mundial, cuando a causa del racionamiento de alimentos básicos hubo que ingeniárselas para idear nuevas recetas que garantizasen sabor con menos cantidad.

Hay infinidad de formas para preparar crumbles, desde las proporciones de la costra (yo suelo utilizar una parte de azúcar, una de mantequilla y dos de harina) o añadirles frutos secos. Hay quien pocha antes la fruta y quien no, quien añade especias... es un territorio libre. Incluso se pueden hacer salados. Hay consenso en que, al menos en el Reino Unido, las versiones más tradicionales son con ruibarbo y de manzana (se suele utilizar una variedad, la Bramley, que se reserva para ser cocinada y no para ser comida en crudo; por cierto, hace poco vimos un documental de la BBC en el que se visitaba el primerísimo de los árboles de las Bramleys); a este último unas cuantas moras le van de maravilla.

Para no complicarse, lo habitual es llenar un molde de horno con la fruta y cubrir con la masa del crumble, aunque también se puede usar como base una masa quebrada y convertir el crumble en tarta: le da un toque (pero solo un toque) algo más elegante a un postre que tiene de revoltijo lo que de sabroso, y también facilita separar las porciones y servirlo. Un último consejo: la pareja de hecho por excelencia de un crumble caliente son unas natillas bien frías.