lunes, 31 de diciembre de 2012

Sidra caliente y especiada con suflé de manzana




En estas fechas navideñas es muy típico en Inglaterra y algunos países de Europa central y Escandinavia tomar vino caliente, dulce y especiado. El mulled wine inglés, el glühwein germano, el glögg nórdico... no faltan en estos días fríos para calentar el cuerpo y alimentar el espíritu festivo. Una variante menos conocida de esta bebida es la que toma la sidra como base, pero a quienes gustamos de ella nos ofrece una preparación diferente y reconfortante en esta última jornada del año.

La receta no tiene ningún secreto: basta con calentar sidra natural con azúcar al gusto y las especias que tengamos por casa: lo ideal es un poco de clavo, pimienta de Jamaica y canela; un trío básico y de éxito asegurado. Luego yo le añadí media manzana cortada y una mandarina. Se le da un hervor unos minutos y se sirve bien caliente.

Hace un par de años cociné una cena de Nochevieja con la manzana como elemento común: ensalada de centollo con manzana verde, lacón con gelatina de tabardilla y suflé de manzana. Así que de aquella celebración rescaté el postre y lo preparé rápidamente para acompañar la sidra caliente en la merienda (quedaron dos en la nevera para la cena). Cocemos un par manzanas en sidra (si es de la especiada, genial) y azúcar hasta lograr una pulpa. Es bueno añadirle un espesante (agar agar, en mi caso) para darle un poco de consistencia al suflé. Mezclamos con tres claras a punto de nieve, dividimos en recipientes y al horno hasta que esté bien subido.

La sidra caliente, con sus especias y regusto dulzón, acompaña muy bien en invierno y con el suflé tenemos un postre fácil, asequible y rico, muy en consonancia con este tiempo, el navideño y el contexto económico que vivimos: brindamos por vosotros y que el 2013 sea un buen año para todos.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Sticky toffee pudding



¿Aceptamos dátil como fruto del bosque? Depende del bosque...

Bromas aparte, los dátiles son un ingrediente clave en un postre clásico británico, el sticky toffee pudding, y, como en la Casa Castillo no dejaban de reclamarlo incesantemente desde hace semanas, aproveché el festivo para ponerme a ello.

Básicamente, el sticky toffee pudding consiste en un bizcocho, grande o varios individuales, con dátiles (hay también alguna versión con ciruelas pasas) que se recubre con una salsa de toffee caliente en el momento de servir. Como pasa con muchos clásicos, sus orígenes son mucho más próximos en el tiempo. Su popularización es bastante reciente y la receta como tal no empieza a aparecer hasta el comienzo de la segunda mitad del siglo pasado, aunque sí es cierto que los dátiles ya eran conocidos de antiguo y se usaban en preparaciones dulces: vuelvo a mi Mrs Beeton y encuentro una receta para un Date pudding, con dátiles, sebo y harina. Pero lo de salsearlo con toffee no se le debió de ocurrir a nadie hasta hace unos decenios. De forma inevitable, hay establecimientos ingleses que se arrogan la autoría y como argumento esgrimen que lo llevan preparando desde 1967, por ejemplo. Eso en Lancashire, pero después viene alguien de Yorkshire y contraataca diciendo que en su condado ya se hacía en 1901...

Aunque hay muchas recetas y variantes, esta vez seguí la de Gregg Wallace, uno de los presentadores y jueces del exitoso concurso de la BBC Masterchef. El bueno de Gregg no es cocinero ni ha escrito recetarios, sino que tiene una empresa que suministra alimentos a restaurantes y por ello se le presenta como "ingredient expert". Sus expresiones faciales y comentarios son de lo más divertido del programa y algunas de ellas han hecho fortuna, especialmente entre imitadores cómicos, como su "lo-ve-ly!" o su juicio después de probar un postre (su debilidad): "Si esto fuese una piscina me tiraba ahora mismo". Nos hemos reído mucho con Gregg, sí. Pero su receta no está nada mal, aunque el tiempo de horno que especifica no llega en absoluto. (También vale la pena echarle un vistazo a la de Simon Hopkinson).

A grandes rasgos: deshuesamos 75 gramos de dátiles y los cocemos con un poco de agua hasta que tengan la consistencia de un puré; podemos ayudarnos con un tenedor o un prensador. Mientras, batimos bien 75 gramos de mantequilla y 50 de azúcar, a lo que añadiremos los dátiles, dos huevos batidos y 140 gramos de harina con levadura, reforzada con una cucharadita de Royal. Vertemos la mezcla en moldes engrasados, que colocamos en una bandeja con agua caliente, cubiertos por papel aluminio, y al horno a 180 grados durante 25 minutos; eso dice Gregg, pero en mi experiencia al menos 40/45 hacen falta para que la masa se haga completamente. Ahora solo queda preparar la salsa de toffee: 75 mililitros de nata para montar con 75 gramos de mantequilla y 50 de azúcar en un cazo. Llevamos a ebullición y después de unos cinco minutos añadimos otro tanto de nata, hasta que adquiera ese color de toffee y una textura untuosa. Desmoldamos, salseamos y servimos.

El resultado es bizcocho esponjoso pero con cierta densidad de los dátiles, cuyos tropezones también le dan un toque interesante. Y la salsa de toffee: siempre me arrepiento de no haber hecho más cantidad, porque nunca parece suficiente. Esta vez quedó algo pálida de color, porque por error eché más mantequilla y menos nata de la que debía, pero, vamos, no quedó ni miga. Lo-ve-ly!

lunes, 3 de diciembre de 2012

Chutney de tomate verde



¿Qué hacer con todos esos tomates que con la llegada del otoño no tienen sol y calor suficientes para madurar? La primera opción que se nos viene a la cabeza es la muy cinematográfica receta de tomates verdes fritos, nada desdeñable, desde luego. Pero una buena fórmula para aprovecharlos y además poder disfrutar de ellos durante el invierno es preparar un chutney.

En pocas palabras, un chutney es una salsa, con mayor o menor espesor, que utiliza como base una fruta u hortaliza y a la que añade especias e ingredientes picantes o dulces. Puede prepararse para ser consumida en el momento o como una conserva, con azúcar y vinagre. Su uso está muy extendido en las cocinas de la India y del sur de Asia principalmente como acompañamiento de curries, uso que también se le da en Europa, aunque un buen chutney también combina con platos de carnes frías o quesos curados. En Inglaterra goza de gran popularidad ya desde el siglo XIX, cuando comenzaron a fabricarse las primeras versiones más o menos industrializadas. La señora Beeton da cuatro recetas (en All-About Cookery; mi edición es de 1923): chutney indio e inglés -apenas hay gran diferencia entre sus ingredientes-, de manzana y de mango; este último sigue siendo un gran favorito.

Para la receta que preparé hacen falta un poco menos de un kilo de tomates verdes pelados, medio de manzanas también peladas (las pieles y los corazones los metemos en una bolsita de muselina y la añadimos a la cocción, para que aporten su pectina; en la misma bolsa ponemos las especias: semillas de cilantro, pimienta negra y de Jamaica, clavo y canela, entre una y dos cucharaditas de cada, en función de nuestro gusto) y un cuarto de cebollas troceadas, que pondremos en una olla con una cucharada de sal y coceremos a fuego lento unos veinte minutos. A esta mezcla añadimos medio kilo de azúcar moreno y un cuarto de litro de vinagre (yo utilicé de sidra); una buena idea es echar algo menos de cada ingrediente y ajustar el equilibrio dulce/ácido a nuestro gusto rectificando y probando de nuevo. Incorporamos un par de cucharadas de semillas de mostaza, la piel rallada y el zumo de dos limones y, si nos gusta el picante, un par de chiles troceados (recordad que en buena medida el picante está en las semillas). Después de media hora al fuego debería haber espesado lo suficiente como para poder guardarlo en tarros esterilizados. Si se le aplica un tratamiento de vacío durará cerca de un año y es preferible esperar unas semanas antes de abrirlo (una vez abierto, a la nevera).

Como habían pasado varias semanas desde su preparación, ya teníamos ganas de probarlo y eso hicimos hace unos días, con un queso curado de oveja (en la imagen, en su versión "pincho con cuchara"). A ver si próximamente cocinamos un curry para darle uso al resto del bote.

(Por cierto, durante años creía que Fernándo Márquez en su inmortal Para ti cantaba "nos cocinamos melodías en su chutney", hasta que el otro día me picó la curiosidad y me encontré con que en realidad decía "charme"...).

jueves, 22 de noviembre de 2012

Moras maduras en noviembre

 
Pues sí. El primer sorprendido fui yo, cuando hace unos días salí a buscar setas, un mundo fascinante en el que me voy adentrando poco a poco (tan despacio como me lo permiten los conocimientos micológicos, imprescindibles para el disfrute gastronómico de los hongos; el estético ya está asegurado con la enorme variedad de formas y colores que tienen, además de un buen paseo por una zona bonita), y me encontré con un par de docenas de moras... bien maduras. Así que se fueron al cesto de mimbre junto con un par de boletus y unos pocos níscalos que ya cayeron ese día para cenar, salteados con unos tacos de tocino, cebolla y perejil picado.

Lo habitual es que dejemos de recoger moras a finales de septiembre (San Miguel es el día señalado por la leyenda), pero no hay que hacerles ascos a las que estén maduras y en buen estado después de estas fechas. Y en el caso de las que me regaló la naturaleza en pleno noviembre, por la sorpresa, me vinieron muy bien para preparar un poco de vinagre, que este verano se me había pasado hacer. Como además no eran suficientes para una mermelada o un licor, el vinagre era la receta ideal para aprovecharlas.

Los frutos silvestres son ideales para personalizar un vinagre. Fresa, frambuesa, mora, uva espina... solo hay que dejarlos macerar el tiempo suficiente (en este caso, en un vinagre de sidra) y luego utilizarlos para aliñar ensaladas o darle otro toque a unos encurtidos. O cortar verduras en tiras, macerarlas en vinagre o rebajado con un poco de agua y tomarlas crudas. Hay muchas posibilidades, que además nos permiten seguir disfrutando de las moras, por ejemplo, una vez su temporada se haya cerrado definitivamente.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Scones con lemon curd



Algunos sabores están asociados de forma muy íntima a un lugar determinado, bien por una asociación cultural o por una experiencia personal. Está el caso del unto, por ejemplo: los gallegos no entendemos un caldo que no lo lleve, mientras que alguien que llegue de fuera y lo pruebe por primera vez quizá no lo reconozca, pero si de regreso a casa intenta replicarlo y no cuenta con esa grasa específica de cerdo ya no le sabrá igual. A veces un mismo ingrediente puede evocarnos lugares totalmente diferentes. El comino tanto nos puede llevar al cerebro unos callos como un tajine marroquí, mientras que el cilantro habrá a quien lo transporte a Asia y a otros más cerca, a Portugal. Aquí influyen tanto o más el archivo gustativo de cada uno como el los usos culinarios de una comunidad.

Para mí, uno de los sabores ingleses por excelencia es el lemon curd.

El lemon curd es una crema cuajada de limón, untuosa y melosa, utilizada habitualmente en la repostería británica, pero que no renuncia a la acidez cítrica. Puede usarse como relleno de tartas o tartaletas, como sustituto de mermeladas en bollos e incluso ha entrado en la coctelería moderna. Es uno de esos casos en los que se unen tradición gastronómica y experiencia personal. En el troco que celebramos hace algunas semanas reservé algunos limones para preparar un par de botes, siguiendo la receta de Jane Grigson en su imprescindible English Food.

Rallamos la piel de dos limones grandes y luego los exprimimos para extraerles el zumo, que pasaremos por un colador. Mezclamos la ralladura, el zumo y 90 gramos de mantequilla con 200 de azúcar  en un recipiente que ponemos en un baño de vapor sobre un fuego muy bajo. Cuando la mantequilla se haya derretido añadimos tres huevos batidos, poco a poco y a través de un colador. Ahora simplemente se trata de remover con cierta constancia y no dejar que la mezcla hierva en ningún momento. Irá espesando y cuando haya alcanzado el punto que nos interesa, que suele ser al cabo de unos veinte minutos, la retiramos y embotamos en tarros esterilizados. Una vez frío, guardamos el lemon curd en la nevera, donde aguantará unos tres meses sin problemas.

Para estrenar este lemon curd casero preparé unos scones siguiendo esta receta básica y una tetera para la merienda. Un disco de nuestro grupo inglés preferido... y hemos cruzado el Canal.

martes, 13 de noviembre de 2012

El caldo de calabaza de Merlín



En esta casa somos devotos lectores de Álvaro Cunqueiro desde antiguo, como ya ha quedado patente en ocasiones anteriores. Por muchas veces que se le relea da la impresión de que su mundo es inagotable y, como ocurre con los grandes clásicos, siempre se descubre algo nuevo o algún matiz que antes había pasado inadvertido. Entre sus muchos méritos se cuentan sus exploraciones de grandes personajes universales -Ulises, Simbad, Hamlet, Orestes, Merlín-, en las que la fascinación que sentía por ellos hacía que se nos revelasen bajo otra luz a nuestros ojos. Merlín es un caso paradigmático: el mago, retirado en Esmelle, en las lucenses tierras de Miranda, sigue recibiendo a quien precisa de su ayuda, para regocijo del joven Felipe de Amancia, que se maravilla ante los prodigios que ejecuta su amo y la singularidad de los viajeros que allí recalan. Merlín e familia es uno de los ejemplos más logrados de la simbiosis en un texto de las raíces más próximas del escritor con la gran literatura universal, la demostración perfecta de que el genio del autor es capaz de fabular mundos nuevos en los que las únicas reglas son las que él impone.

Como gastrónomo que era, Cunqueiro también desplegó su erudición en libros sobre el tema, pero la cocina y su disfrute permean toda su obra, algo de lo que también es cumplido ejemplo Merlín e familia. Lo sabe bien el periodista Miguel Vila, que escribió todo un libro a partir de las referencias gastronómicas del Merlín: en A cociña do Merlín explora la cocina tradicional gallega, en especial la del norte de la provincia de Lugo, que tan bien conoce, que es con la que Cunqueiro alimenta a sus personajes, aunque no exenta de unas pizcas de imaginación. El libro se abre con el capítulo dedicado a los caldos, en el que se da la receta de una variedad que otrora fue habitual en las casas gallegas y que hoy en día prácticamente ha desaparecido: el caldo de cabazo o cabazote, es decir, de calabaza. Tuve la suerte de que la semana pasada mi padre me proveyó de su huerta con los tres ingredientes principales, calabaza, patata y habas, por lo que era inevitable darles uso de esta forma.

La receta, además de en el libro de Miguel, figura en A cociña galega, de Cunqueiro, otro volumen imprescindible. Es de una sencillez extrema. Empezamos por poner las habas en agua fría y, cuando empiezan a estar cocidas, añadimos las patatas y la calabaza cortadas en trozos pequeños. Salamos. Mientras, freímos en aceite o manteca de cerdo media cebolla picada. Cuando se haya dorado, se retira del fuego y se añade pimentón dulce y picante a nuestro gusto, que a su vez incorporamos al caldo. Lo dejamos cocer unos minutos más y servimos caliente. Cunqueiro especifica que la calabaza tiene que quedar deshecha, aunque yo corté la cocción un poco antes y para engordar la salsa machaqué un par de cucharones antes de devolverlos a la olla. También, en lugar de agua, utilicé un caldo de pollo que había preparado la víspera con la carcasa de un asado, lo que le dio una dimensión más al plato final.

Nos dice en Merlín e familia Felipe de Amancia: "Era ben do meu gosto aquel caldo de calabazo doce que facía a señora Marcelina polo outono; tanto me sabía que adoitaba recuncar". Nosotros también repetimos, porque al placer gustativo se añade el de saber que era plato favorito en casa de mago. Por algo sería.

martes, 6 de noviembre de 2012

La mora en la cocina de vanguardia: El Bulli



Imagen tomada de Diario del Gourmet de Provincias.

La mora, la que crece abundantemente en las zarzas que invaden los caminos y los campos sin cultivar, que tantos frutos nos ofrece a quienes nos tomamos la molestia (y el placer) de recogerlas, no solo ha encontrado su sitio en las cocinas domésticas, sino que también lo está haciendo en las de los restaurantes más creativos. Algo de lo que me alegro, y mucho. Porque refleja de algún modo esa tendencia que persigue un retorno a ingredientes de proximidad, temporada y sostenibles, y que la alta cocina no tiene necesariamente que ser alta por usar ingredientes raros y caros, sino que es la transformación imaginativa del cocinero la que los eleva de la humildad al lujo.

La mora, es cierto, no goza de tanta presencia como las fresas o las frambuesas, por ejemplo, pero he podido hacer una pequeña recopilación de su uso en cocina de vanguardia, tanto en preparaciones dulces como saladas. Confío en poder ir presentándolas aquí y, para ello, vamos a empezar por el restaurante que ha simbolizado la innovación por excelencia en los últimos años: El Bulli.

Jorge Guitián, conocido desde hace años por su blog Diario del Gourmet deProvincias, es una de esas personas que ha podido comer en El Bulli y que, además, pudo hacerlo en su última y definitiva temporada como restaurante, ahora que Ferran Adrià y su equipo han replanteado su futuro como una fundación. La crónica completa de la visita de Jorge podéis leerla aquí, pero ahora mismo lo que nos interesa es el uso de la mora, presente en uno de los 48 platos de los que consistió el menú.

Uno de los conceptos que marcó la cocina del Bulli y su puesta en escena fue el desarrollo de las secuencias. Un solo plato podía descomponerse en varios que tomaban cada uno de sus ingredientes para prepararlos por separado y ofrecer así una experiencia diferente a modo de secuencia que el comensal degustaba en un determinado orden. O no solo un plato, sino un conjunto de ellos relacionado por su origen, por ejemplo. En el caso de la mora, que es el que nos ocupa, formaba parte de una secuencia dedicada a la caza. El plato en concreto era un risotto de mora con jugo de caza: la mora desgranada, al modo de un arroz, con un intenso y cremoso concentrado de liebre. Le habían precedido un ninyoyaki (buñuelo japonés) de liebre y un capuccino de caza, y luego dio paso a un ravioli de liebre con su boloñesa y su sangre y, por último, unas castañas miméticas, un trampantojo en el que se reconstruía el fruto con un interior de liebre. Según recuerda Jorge, el risotto cumplía la función de transición sin romper la secuencia: “Así, se preparaba el paladar para pasar del capuccino de caza con cacao a la provocación (falsa) de la sangre de la liebre del siguiente plato”.

La secuencia dedicada a la caza cerraba un menú (antes de los postres) que en sí mismo también era una secuencia, como corresponde al menú degustación. Jorge lo equipara a una obra teatral organizada en actos. “En el que yo tomé había un primer acto más informal, de snacks pequeños, un segundo más mediterráneo, otro de influencia asiática, otro con toques americanos y se cerraba con la caza antes de los postres”. Tomado individualmente, cada acto o secuencia también disponía de su propio ritmo interno: “Un inicio más o menos provocador y luego una serie que iba de menos a más, como si presentasen la idea general de golpe y luego la desarrollasen poco a poco en el resto de la secuencia”.

El uso de la mora, además, se enmarca en esa visión de acompañar un ingrediente principal, en este caso, la liebre, con otros propios de su entorno (en el libro intentamos acercarnos a esto con un plato de pichón con frutos rojos y semillas), para recrear gustativamente su escenario natural y transportar al comensal hasta él gracias al sabor. Ser capaz de provocar esas reacciones de placer, evocaciones, viaje y descubrimientos con la comida es la gran aportación de una cocina imaginativa y de vanguardia: ahí es donde reside el verdadero lujo.

martes, 30 de octubre de 2012

Experimentando con licores


La litografía al fondo es la obra "El invisible muro" (1983), de Roberto González Fernández.
 
Los licores son, junto con las mermeladas, una de las formas más extendidas de aprovechar y disfrutar de las moras y otros frutos silvestres o de la huerta que hayamos podido recoger en verano u otoño. Y de las más agradecidas. La relación entre esfuerzo y resultado es inmejorable: basta con macerar la fruta en alcohol y azúcar y tener la paciencia suficiente como para esperar los meses necesarios a que el alcohol base se haya transformado en licor de fruta.

Como no se trata de una ciencia exacta, en la elaboración de los licores influye mucho el gusto personal y la intuición. Hay quien prefiere disolver el azúcar en un almíbar antes de añadírselo al alcohol y la fruta, mientras que otros prefieren incorporarlo directamente y darle un par de sacudidas por semanas al envase hasta que se haya mezclado totalmente. También hay quien añade otros elementos para aportar aroma y sabor, como pieles de cítricos, granos de café, especias como canela, clavo, anís estrellado... todo depende, repetimos, del gusto personal y de las ganas de experimentar. Y, claro está, influye también el tipo de alcohol elegido.

En los últimos años hemos ido probando algo en este terreno y cada año nos ha deparado descubrimientos satisfactorios. Hace dos, por ejemplo, la revelación fue la ginebra de abruños, endrinas en castellano, un licor muy apreciado en Inglaterra, donde se conoce como sloe gin y es tradicional prepararlo al final del verano para regalarlo en Navidad y brindar en la fiesta. Con los meses la ginebra adquiere un tono rubí de lo más tentador, que se ve correspondido con su personalísimo sabor. Si hemos tenido la suerte de preparar suficiente cantidad o la fortuna de ser pacientes, aconsejo dejar el licor de un año para otro, porque para entonces el alcohol habrá extraído de los huesos de la fruta un ligero toque almendrado que le añade un matiz muy interesante (he visto algunas recetas en las que prefieren no esperar y echan unas gotas de esencia de almendra). El año pasado por un despiste recolector apenas pudimos hacernos con unos abruños y nos tuvimos que conformar con una botellita, error que hemos enmendado este año.

Pero al menos lo suplimos con otro descubrimiento: licor de moras a base de whisky. Si se deja macerar el tiempo suficiente el resultado no se parece en nada al whisky (que, por supuesto, no hace falta que sea de malta o de altas gamas refinadas) por la cualidad afrutada que le da la mora. Y este año el premio revelación se lo lleva el ron moreno con moras, una maravilla para paladares más golosos y que además tiene la ventaja de que no hay que esperar demasiado para degustarlo: apenas un par de semanas y listo.

Estos licores ponen el punto final digestivo a una buena comida pero también tienen más usos en la cocina, desde animar un postre o un helado o como ingrediente de un cóctel. Uno de los más conocidos es el Kir royale, que a una copa de champán o cava añade licor de grosella (casis), fácilmente sustituible por uno de mora. Y un Martini preparado con un chorrito de sloe gin, con un abruño en lugar de la consabida aceituna es un cóctel de aperitivo original y rico.

¡Salud!

lunes, 22 de octubre de 2012

De Gales a Compostela: galletas jacobeas de Abberfraw



Anglesey es una isla situada en el noroeste de Gales, que en el pasado desempeñó un importante papel en el escenario político del país, como prueba el hecho de que en la Edad Media albergase el Reino de Gwynedd, cuya corte se localizó en Abberfraw. Además de sus conexiones reales, Abberfraw era un populoso enclave portuario donde, al igual que en muchas otras ciudades costeras de las Islas Británicas, se embarcaban los peregrinos con rumbo a Ferrol o A Coruña para completar a pie por el llamado Camino Inglés su devoto viaje a Santiago de Compostela. Y en Abberfraw persiste una reliquia culinaria de aquellos tiempos que recuerda la conexión jacobea del lugar, unas galletas con una característica forma que se identifica con el símbolo por excelencia de la peregrinación, la vieira, y conocidas por varios nombres: los que lo asocian con el lugar, Abberfraw o Berffro cakes, y los que lo relacionan con Santiago, James's cakes o, en galés, cacennau Iago.

Las galletas fueron objeto de un reportaje reciente en uno de los programas culinarios de mayor éxito en el Reino Unido, The Great British Bake Off. La historiadora de la alimentación Anastasia Edwards relató una leyenda que justifica la forma de vieira -un capricho de una princesa de Gales, quien después de encontrar en la playa una hermosa concha quiso que le hiciesen un pastel que la imitase-, aunque le concedió mayor crédito a la teoría compostelana. En la misma línea se expresa una de las principales autoridades en la historia gastronómica británica, Colin Spencer, autor de uno de los tratados de referencia, el explicativo y ameno British Food. Spencer ha tenido la amabilidad de responder a mi curiosidad por las galletas de Abberfraw: en su opinión, se trataba de una manifestación más del fenómeno jacobeo a través de la simbología de la vieira, ya presente en la indumentaria del peregrino. "Mi suposición es que este tipo de galletas y pasteles se harían en todos los puertos por los que pasasen los peregrinos, y que tan sólo los galeses han sobrevivido". Spencer recuerda que en la Inglaterra católica se levantaban figuras devocionales con forma de vieira en honor a Santiago el día que tocaba honrarlo, pero que tales celebraciones fueron intencionadamente suprimidas con la llegada del protestantismo. Además, las pésimas relaciones posteriores entre Inglaterra y España cortaron el fenómeno de las peregrinaciones, lo que contribuiría a eliminar todas las manifestaciones de un culto católico, incluidas las culinarias, y difuminar el origen jacobeo de las galletas de Anglesey. Spencer extiende también a Francia la posibilidad de que a lo largo de las rutas de peregrinación se hubiesen dado productos similares. Quizá el más conocido sea la magdalena con forma de vieira, a la que algunas versiones míticas atribuyen también un origen similar. Si aún hoy eventos multitudinarios -pensemos en acontecimientos como unas olimpiadas o una boda real- inspiran todo tipo de productos gastronómicos, que pueden ir desde ediciones limitadas salidas de las fábricas de una multinacional a las creaciones artesanas del panadero o pastelero del barrio, se comprenderá fácilmente que hace unos cuantos siglos también quisiesen sacar provecho económico de un fenómeno que, no lo olvidemos, movía masas.

A diferencia de las magdalenas, que se hacen en un molde ya prefabricado con forma de vieira, las galletas de Abberffraw mantienen un estrechísimo contacto con el objeto que las distingue, ya que es la propia concha -la plana- la que se utiliza para moldearlas. En cuanto a la masa, no difiere mucho de otras galletas como las shortbread: 150 gramos de harina -yo utilizo 100 de harina blanca y 50 de harina de la que aquí llamamos "trigo del país", similar a la integral-, 100 de mantequilla y 50 de azúcar. Después de amasar conviene dejar la masa unos minutos en la nevera para que endurezca y sea más fácil trabajarla. Con la vieira se le da la forma y después de una media hora en el horno a 180 grados están listas. Fueron el acompañamiento ideal de la copa de moras, castañas y manzana de la anterior entrada. Están ricas, claro, pero, en la línea de los conocimientos inútiles de los que ya hemos hablado aquí antes, desde que conozco su origen y sé que las traían los peregrinos que hace siglos transitaron por el camino que pasa a los mismos pies de la casa donde ahora vivo, me parecen mucho más ricas. Mucho.

jueves, 18 de octubre de 2012

Copa de moras, castañas y manzana




Como quizá algunos ya sepais, ayer el programa de Televisión de Galicia A Revista da tarde se pasó por nuestra casa después de dar un paseo para recoger las últimas moras de este año y cocinar un plato con ellas. Hay un momento breve, mágico, en el que coinciden esas últimas moras con las primeras castañas del otoño, así que la idea fue preparar una receta con ambos productos, a los que les sumamos otro también de temporada, las manzanas. La propuesta se concretó en una copa con moras, crema dulce de castañas y gelatina de tabardilla.

Las moras no tenían dificultad ninguna: simplemente cocerlas unos minutos a fuego muy suave, para que no perdiesen su forma, en un almíbar. Si se desea repetir este plato más adelante, cuando ya no hay moras, se pueden sustituir por un par de cucharadas de mermelada, que colocaremos en el fondo de una copa. Sobre ella, una crema que obtendremos cociendo castañas con el equivalente a su peso en leche, con el azúcar suficiente para darle el dulzor que queramos. En Galicia es tradicional cocerlas con una rama de fiúncho, el hinojo silvestre, pero en muchos sitios también se utiliza la nébeda, que le aporta un matiz mentolado que va muy bien para esta receta en concreto. Por último, unos dados de gelatina de manzana (otro día daremos la receta específica para hacerla) y unos brotes de menta del balcón para decorar.

Para acompañar la copa de moras, castañas y manzana, pusimos un poco de licor de mora (ron, moras y azúcar) y unas galletas tradicionales de Gales, con forma de concha de vieira y relacionadas con las peregrinaciones a Santiago, que también se merecen una entrada propia en el blog. Cocinar y rematar la receta sin cortes en la grabación fue todo un reto, pero también una experiencia nueva y muy divertido, en buena medida porque con el equipo de TVG la cosa fue más fácil de lo que nos esperábamos, así que nuestro agradecimiento por haberse acordado de nosotros y hacerlo además de una forma tan agradable. Cuando esté disponible el enlace al programa en concreto lo compartiremos aquí.

P. S. Ya está el vídeo del programa: aquí, a partir del minuto 44

P. S. S. Y aquí el reportaje, por si queréis ir directamente.

lunes, 15 de octubre de 2012

Troco



Troco, en gallego, significa intercambio. Y eso fue precisamente lo que pusimos en práctica ayer un grupo pequeño de amigos. Algunos tienen huerta, otros recogemos frutos silvestres, preparamos conservas, secamos hierbas... por lo que hace unos meses decidimos poner una fecha en otoño y quedar para intercambiarnos nuestros, vamos a llamarlos así, excedentes. Organizamos una merienda y cada uno puso sobre la mesa sus aportaciones para luego redistribuir para tener un poco de todo. Es una buena forma de compartir aquellos productos de los que tienes de sobra y llevarte a casa otros que, por los motivos que sea, no has podido cultivar o recetas que eran desconocidas.

De memoria, reunimos mermeladas de mora, de pexego con vainilla, de manzana y de higo, ketchup de mora, gelatina de manzana tabardilla (con menta y sin ella), pimientos asados, hierbas como orégano, nébeda, lavanda y hierba luísa, membrillo de abruños y de membrillo (valga la redundancia), algas secas (espagueti de mar), limones, higos, nueces y castañas, tomates, semillas de lino, boletus, calabazas y estiércol puro de caballo.

Intentamos que todo fuese lo más natural y próximo posible, y usamos envases reciclados. Pudimos catar algún licor en proceso, con resultados muy satisfactorios, especialmente el ron de mora. Al llevarse la bolsa a casa, alguien comentó que parecía que se hubiese adelantado la llegada de los Reyes Magos, y realmente lo parecía. Así que el próximo otoño repetiremos.

jueves, 11 de octubre de 2012

Higos, Oporto y Chantilly



Foraging es la forma en la que los ingleses denominan la acción de salir al campo a recolectar frutas, hierbas, bayas o setas, por ejemplo, para darles un uso culinario, algo que tanto practican aficionados a la naturaleza o cocineros domésticos, como chefs creativos (atentos al también británico Simon Rogan, valor en alza). En inglés, forage también es el equivalente al español forraje y, de hecho, ambas palabras comparten etimología, ya que, según los diccionarios, provienen del francés fourrage, el alimento (pasto o cereales) que se le da al ganado. En español, forrajear también se aplica al soldado que sale a buscar pasto para los caballos. Por lo general, el forage inglés se suele traducir como recolectar, un verbo más genérico, a no ser que lo enmarquemos en el clásico cazador/recolector, de resonancias primitivas.

En fin. Toda esta digresión filológica viene a cuento de que durante un simple paseo por el campo, sin necesidad de ser un experto, uno puede volver a casa con cosillas que le alegren el plato. Ya no solo se trata de moras, la columna vertebral de este blog, o de setas (aquí sí son necesarios conocimientos y prudencia). Quienes vivan en pueblos o ciudades pequeñas saben que a unos metros de sus casas, por caminos o por fincas una vez cultivadas y ahora sumidas en el abandono, es posible hallar pequeños tesoros. Unos buenos manojos de menta silvestre. O nueces. O castañas. O manzanas de varias clases. O higos, como los que nos topamos el otro día en lo que un día fue una huerta fértil y ahora es un campo asilvestrado sobre el que algún día, cuando la crisis haya pasado, alguien edificará.

Pero mientras, y aun lamentándonos de ese abandono, debemos aprovechar la generosidad que nos brinda la naturaleza. Los higos volvieron a casa, con las últimas moras y unas nueces. Eran pocos. No daban para una mermelada ni para una tarta, como la espectacular que un día le vimos hacer a Raymond Blanc en uno de sus programas. Así que se imponía una solución sencilla, en la línea del minimalismo de Mark Bittman, la regla de los tres ingredientes que también acaba de explotar ahora Hugh Fearnley-Whittingstall en su último libro. Tres ingredientes, tres: higos, Oporto y nata. Es decir, higos pochados en el vino, con algo de anís estrellado, clavo, canela, pimienta de Jamaica y muy poco azúcar, salsa que luego se reducirá hasta concentrarse en un jarabe y acompañar a la fruta en el plato con una crema Chantilly (la vaina de la vainilla también fue en la salsa).

Tres, el número mágico.


lunes, 8 de octubre de 2012

La cordialidad del saúco





El saúco (sambucus nigra) es, junto con las moras, uno de los frutos silvestres más abundantes y fáciles de reconocer. Sus bayas negras comienzan a aparecer mediado el verano y nos acompañan hasta los primeros compases otoñales. Además, es generoso: tanto las flores como sus frutos se prestan a variadas preparaciones: desde cordiales ("Bebida que se da a los enfermos, compuesta de varios ingredientes propios para confortarlos", según definición del Diccionario de la RAE) a tempuras dulces con las flores, hasta mermeladas, jaleas, licores y los mismos cordiales con las bayas. Los usos del saúco son comunes en Escandinavia y Centroeuropa (en Alemania es tradicional una sopa, la Fliederbeersuppe) y su popularidad ha propiciado hasta la aparición de refrescos con su sabor. En Noma, el restaurante de René Redzepi, utilizan el cordial para hacer una mousse, las flores para acompañar un cordero y las bayas, otro tanto con erizo de mar. Pero de la presencia de las moras y los frutos silvestres en la alta cocina ya hablaremos otro día.

Este verano, mientras recogíamos moras, si nos cruzábamos con saúcos también nos llevábamos sus bayas en el cesto, y luego las añadíamos en el proceso de elaboración de la mermelada, ya que aportan un matiz astringente (el saúco es rico en taninos) que resulta muy interesante. A estas alturas del otoño ya escasean las bayas, pero tuvimos la fortuna de localizar, en la ribera de un arroyo, un arbusto que todavía lucía unos racimos bien cargados.

Ya en casa los destinamos a la preparación de un cordial que nos ayude este invierno a mantener a raya los catarros. Debido a la alta cantidad de vitamina C que tienen las bayas de saúco, se les atribuyen tradicionalmente propiedades medicinales que parece que también están respaldadas por estudios clínicos. En uno de ellos los pacientes a los que se les suministró un concentrado de saúco se recuperaron de su catarro mucho antes que los que sólo habían tomado un placebo.

Después de retirar las bayas de los racimos, las puse en una olla con suficiente agua para cubrirlas y las cocí a fuego lento hasta que se deshicieron, en torno a media hora. La pulpa resultante la pasé por un colador muy fino (también vale uno de tela) para sacar el jugo, que luego pesé y volví a cocer con azúcar: el jugo pasaba ligeramente del medio litro, por lo que añadí unos 400 gramos de azúcar. Durante esta segunda cocción también puse en la olla unos granos de pimienta de Jamaica, clavo y canela. Al cabo de veinte minutos, volví a colar y lo pasé a botellas esterilizadas.

El cordial se puede diluir en agua caliente, con un chorrito de brandy, por ejemplo, para esos días fríos o, si hay suficiente para llegar a la primavera, con agua fría, con gas o sin él, para conseguir un refresco. O, si lo preferimos, tomarnos una cucharadita como tónico preventivo: con su tonalidad oscura y el recuerdo a clavo me lo imagino como una medicina nada amarga de otros tiempos.

viernes, 5 de octubre de 2012

Galletas inglesas de mora



Ahora que ya ha pasado San Miguel y que el otoño está definitivamente con nosotros, es hora de empezar a cocinar cosillas con las conservas que hayamos podido preparar. Y, obviamente, las mermeladas suelen ser la forma más extendida para poder disfrutar de estos frutos cuando su temporada ya ha pasado.

Estas galletas inglesas no tienen dificultad ninguna. Solo hay que usar harina normal (180 gramos) y con levadura (45), batirla con azúcar (100 gramos) y mantequilla (85) y añadirle un huevo pequeño batido para que tenga elasticidad al amasar. Damos la forma que queramos a las galletas y en el centro, después de hacer un pequeño hueco, ponemos una cucharada de mermelada de mora (u otra que tengamos por casa). Esta es de moras recogidas a finales del pasado agosto, aprovechando una pausa para comer en el trabajo.

En el caso de las de la foto, usamos moldes de formas para conseguir figuras con la mermelada: las galletas fueron al horno (a 180 grados) con ellos, aunque se retiraron cuando ya llevaban unos cinco minutos (en torno a quince de tiempo de horneado total).

Muy reconfortantes con un té con leche en una de estas tardes en las que ya baja el frío otoñal.

martes, 2 de octubre de 2012

Arroz con codium, berberechos y mejillones



Aunque las recetas de este blog se nutren principalmente de moras y otras bayas similares, también hay otras plantas que, sin pertenecer a estas categorías, podríamos etiquetarlas como "silvestres". Hablamos, por ejemplo, de las algas. En los últimos años su uso ha experimentado toda una revolución, de la que son exponentes (y a la vez causa), entre otros, su uso en la alta cocina y, sobre todo, la apuesta visionaria de una empresa como Porto Muíños. Cualquiera con un poco de interés en incorporar algas a sus platos domésticos tiene una interesante variedad al alcance de la cesta de la compra y, a poco que busque, un recetario cada vez más amplio.

Pero quienes vivimos cerca de la costa también podemos encontrar las algas en su medio natural y darles un uso culinario. Como con todo, no se trata de esquilmar nuestros recursos, pero con un poco de sentidiño nos podemos llevar algunas cosas interesantes para saborear en casa lo que el mar nos ofrece. Así que hace unos días, en una de esas playas abiertas al océano, bien batida por agua fría y nutricia, cuando un amigo me señaló la presencia de codium, no dudamos en llevarnos un puñado para preparar más tarde, ya en casa.

El codium es una de las algas que mayor fortuna ha hecho en la cocina creativa y son varios los restaurantes, al menos en Galicia, los que han puesto en sus cartas platos en los que interviene con mayor o menor protagonismo. Rebuscando en Internet es fácil dar con más recetas, pero parece que el arroz es uno de los ingredientes que mejor casa con el sabor intenso a mar del codium (hasta Jamie Oliver lo incluyó en su revista), y que se puede utilizar como base para un plato más completo, en este caso, con berberechos y mejillones.

Empecé por abrir al vapor berberechos y mejillones. Se les quita la carne y se reserva el jugo que han soltado, pasándolo por una muselina o un colador muy fino. Luego preparé un caldo con una cebolla y una zanahoria (lo que había en casa en ese momento, pero cada uno lo puede hacer a su gusto), a las que añadí el líquido de los bichos y algo de agua. Mientras se cocía, piqué muy fina una cebolla, que poché y, cuando se volvió transparente, le añadí el arroz. Después de rehogarlo fui incorporando cazo a cazo el caldo caliente, dejando que el arroz absorbiese el líquido antes de volver a remojarlo, como si fuese un risotto. Cuando está al dente añadimos los berberechos y mejillones y un par de cucharaditas de codium: yo lo licué y emulsioné con un aceite de oliva suave, para luego pasarlo por un colador. Hay que tener cuidado porque su sabor es fuerte y con sólo pasarnos un poco el plato puede quedar demasiado salado (esto también hay que tenerlo en cuenta a la hora de salar previamente el plato); es mejor añadirlo poco a poco y probar constantemente hasta llegar al punto que nos interesa. Debe quedar con una textura entre el arroz caldoso y el risotto (por cierto, la imagen se tomó después de comer y no antes, de ahí que parezca más seco). El codium, además, le proporcionará al arroz una bonita tonalidad verdosa: el mar en tu plato.

lunes, 1 de octubre de 2012

Tarta crumble de manzana y mora




En la mañana del sábado, San Miguel, todavía pudimos recolectar un puñado de moras (y algunas bayas de saúco) entre las muchas que se estropearon por las lluvias de la semana pasada. Así que, con unas manzanas que ya había por casa, preparamos un crumble.

El crumble es un postre típicamente británico, una de esas recetas hogareñas con las que se suele poner final a una comida en familia. También representa para muchos ingleses el ideal del comfort food, como denominan, a grandes rasgos, esos platos que te reconfortan cuando tienes uno de esos traicioneros bajones vitales. Aunque se puede preparar en cualquier época del año, su mejor momento es el otoño, cuando todavía hay variedad de fruta fresca y la bajada de temperaturas al irse el sol hace que a uno le apetezca un postre caliente.

A grandes rasgos, un crumble consiste en un plato de fruta que se cubre con una mezcla de harina, azúcar y mantequilla, que se hornea hasta que esta capa queda crujiente y la fruta suave y jugosa. Aunque ya se considera una receta tradicional, en realidad su popularización no es tan lejana (como, por otra parte, ocurre con muchas otras preparaciones culinarias que creemos que han estado ahí toda la vida), sino que se remonta a la Segunda Guerra Mundial, cuando a causa del racionamiento de alimentos básicos hubo que ingeniárselas para idear nuevas recetas que garantizasen sabor con menos cantidad.

Hay infinidad de formas para preparar crumbles, desde las proporciones de la costra (yo suelo utilizar una parte de azúcar, una de mantequilla y dos de harina) o añadirles frutos secos. Hay quien pocha antes la fruta y quien no, quien añade especias... es un territorio libre. Incluso se pueden hacer salados. Hay consenso en que, al menos en el Reino Unido, las versiones más tradicionales son con ruibarbo y de manzana (se suele utilizar una variedad, la Bramley, que se reserva para ser cocinada y no para ser comida en crudo; por cierto, hace poco vimos un documental de la BBC en el que se visitaba el primerísimo de los árboles de las Bramleys); a este último unas cuantas moras le van de maravilla.

Para no complicarse, lo habitual es llenar un molde de horno con la fruta y cubrir con la masa del crumble, aunque también se puede usar como base una masa quebrada y convertir el crumble en tarta: le da un toque (pero solo un toque) algo más elegante a un postre que tiene de revoltijo lo que de sabroso, y también facilita separar las porciones y servirlo. Un último consejo: la pareja de hecho por excelencia de un crumble caliente son unas natillas bien frías.

sábado, 29 de septiembre de 2012

Pudding para despedir el verano



Hoy, día de San Miguel, hemos salido por la mañana a recoger las últimas moras, como manda la tradición. Aunque con las lluvias de los últimos días muchas ya se habían podrido en las propias zarzas, pudimos volver a casa con un buen puñado que seguramente encontrarán su sitio en un crumble de manzana, junto a unas cuantas bayas de saúco maduras que también tuvimos la fortuna de encontrar durante el paseo.

Pero el fin de la temporada "oficial" de recogida de moras parece que pide una receta con sabor a despedida, de esas que clausuran una temporada -el verano, en este caso- y que anticipan la llegada de otra -el otoño-. Este plato, que bautizamos como pudding para despedir el verano, es una variante del clásico británico Summer pudding, transformada en Autumn Pudding por Susan Campbell, que la incluyó en su libro English Cookery New and Old. La receta, por cierto, es una de las favoritas del escritor Julian Barnes, quien nos sugirió su inclusión en nuestro libro, y de la que habla aquí, en uno de sus artículos recogidos después en El perfeccionista en la cocina, recopilación que, por cierto, recomendamos fervorosamente.

En una olla colocamos los frutos que hayamos podido recolectar en estos últimos días -moras, bayas de saúco, etc- en los que el calor nos dice adiós y los cocemos a fuego muy lento. Lo apagamos y dejamos que temple. Le quitamos la corteza a unas rebanadas de pan de molde ligeramente seco y con ellas forramos un bol o moldes individuales. En ellos vertemos los frutos, cuidando de que no quede ni demasiado seco ni demasiado jugoso. Cerramos el pudding con otra rebanada de pan cortada en círculo, lo cubrimos con film o papel de aluminio y, con un peso, lo refrigeramos en la nevera varias horas. Sólo queda desmoldarlo y servirlo con algo del jugo que nos haya sobrado o con nata.

Según el escritor y periodista Santiago Jaureguizar, este pudding bien pudo ser el que le llevaba Caperucita Roja en su cesto cuando atravesaba el bosque para ver a su abuela: creo que como elogio es difícil de superar.

Adiós verano, hola otoño.

viernes, 28 de septiembre de 2012

Requesón, abruños, nueces y miel



La conjunción de un inesperado catarro otoñal, una avería informática y unos trabajos de mantenimiento en la cocina ha sido la culpable de una pausa en este blog que se ha alargado más de lo deseable. Pero ahora estamos de vuelta, y con una combinación mucho más feliz.

Una tarde que preparé membrillo de abruños no logré la textura adecuada y el resultado se acercó más a una mermelada, por lo que la reservé para darle algún otro uso. Tomando como base una tarta de queso exprés que está en el libro, coloqué en capas unos ingredientes que juntos nunca fallan: requesón -requeixo da Capela-, fruta -en este caso, los abruños-, miel -miel de flor de zarza, de la IXP Mel de Galicia- y nueces. Como base, unas galletas machacadas, aunque una vez visto el resultado, lo habría cambiado por una lámina de bizcocho. Con la ayuda de un aro de pastelería le di una forma cilíndrica y la nevera se encargó de darle la consistencia necesaria.

Un plato frío pero que anuncia que el otoño ya está entre nosotros.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Coulant de mora y chocolate





De las muchas y muy felices combinaciones de las moras en la cocina, sus emparejamientos con el chocolate ocupan un lugar estrella. Igual que la naranja, las cerezas o el plátano, las moras parecen haber sido diseñadas para convivir en el plato con el chocolate en sus múltiples formas y variedades, aunque parece que con los niveles más amargos -a partir de 70% de cacao- la combinación resulta más plena.

En el libro hay un buen muestrario de ello, desde los brownies con moras enteras a los bombones helados con centro de helado o sorbete de mora, pero esta receta es tan nueva como sencilla. Simplemente consiste en preparar un coulant, los clásicos bizcochos de chocolate con centro líquido (nosotros empleamos esta receta de Gordon Ramsey) y, después de un par de horas en la nevera, introducir un jarabe o zumo de mora en su interior con una jeringuilla. Al abrir el bizcocho después de pasar por el horno la mora dibujará vetas violetas en el chocolate aún jugoso, una bonita combinación a la vista, pero todavía mejor en el paladar.

martes, 18 de septiembre de 2012

Muffins de arándanos



Bizcochos, tartas y muffins son solo algunas de las preparaciones con horno en las que la inclusión de frutos del bosque contribuye a convertir una receta rica en algo especial. En el libro proponemos unos muffins con arándanos que alegran cualquier desayuno o merienda.

Empezamos por batir 100 gramos de mantequilla a temperatura ambiente con 50 gramos de azúcar. Cuando haya adquirido la textura de una crema fina y pálida le añadimos dos huevos, uno a uno, hasta lograr una mezcla bien ligada y homogénea. Tamizamos 100 gramos de harina con levadura y otros 25 de harina blanca normal, lo batimos y guardamos en la nevera un par de horas.

Precalentamos el horno a 200 grados. En un molde colocamos los envases de papel y los llenamos hasta las tres cuartas partes con la masa, en la que clavaremos media docena de arándanos por unidad. Con los sobrantes adornamos la parte superior de los muffins, sobre la que también espolvoreamos un poco de azúcar moreno.

Los horneamos entre 20 y 30 minutos, hasta que estén dorados. Los retiramos y dejamos enfriar sobre una rejilla. La receta indica arándanos, pero admite igual de bien unas moras recién recogidas de estos días, o unas frambuesas, por ejemplo.

viernes, 14 de septiembre de 2012

San Miguel, fecha de caducidad para las moras



Hoy, el día de escribir esta entrada, es 14 de septiembre, por lo que nos quedan 15 días exactos para poder recoger moras, ya que con la celebración de San Miguel concluye su tiempo. Curiosamente, estos días hay gente que me pregunta, cuando me ven volver a casa con un tupper lleno, si todavía hay moras en las zarzas, porque creen que una vez terminado agosto ya han desaparecido. También están los que se asombran de ver de nuevo moras: desde los lejanos veranos de su infancia no habían vuelto a tocarlas y las creían extinguidas, como tantas otras cosas de nuestra niñez.

La "fecha de caducidad" de las moras el 29 de septiembre viene marcada por una leyenda asociada, de las muchas que están relacionadas con las moras y las zarzas. Uno de los mejores conocedores de la literatura de tradición oral y la mitología, Antonio Reigosa (imprescindible su página Galicia Encantada), nos contó varias durante la preparación del libro de recetas. Un motivo que se repite en las narraciones orales es el paso de Jesús, José y María, en la lejana antigüedad bíblica, por el mismísimo lugar que habita quien transmite la tradición. En este sentido, la Sagrada Familia se encontró su camino cortado por una inmensa zarza, que, no obstante, les franqueó el paso, para luego volver a cerrarse y atrapar entre sus púas a los soldados que los perseguían. Por los servicios prestados, la zarza fue bendecida con la cualidad de que por muchas veces que la cortasen siempre volvería a brotar, cualidad que, efectivamente, puede comprobarse hoy en día.

Pero volvamos al 29 de septiembre. Ese día el santoral conmemora la expulsión, comandada por el arcángel San Miguel, de Lucifer de la placidez del cielo. No sólo fue condenado al destierro eterno, sino que encima tuvo la mala suerte de aterrizar sobre una zarza. Comprensiblemente, se desahogó escupiendo u orinando (aquí difieren las versiones de la leyenda) sobre la planta. Ese es el motivo por el que a partir de San Miguel debemos evitar las moras: están contaminadas por alguna sustancia de origen diabólico.

Como sabemos los aficionados a los libros de Marvin Harris, detrás de los tabúes gastronómicos en muchas ocasiones existen razones culturales y económicas. En el caso de las moras, la reconvención coincide con la llegada del otoño y, con él, de temperaturas más bajas, menos horas de sol y la creciente posibilidad de lluvias, todos ellos factores que contribuyen a marchitar las pocas moras que todavía quedaban en las zarzas. Claro que el diablo se las sabe todas y se las ha ingeniado para contaminar las bayas mucho antes: el uso generalizado de herbicidas en las lindes de huertas y por donde pasan los trazados de autovías y autopistas, territorio tradicionalmente propicio para las zarzas. Esas, que conviene evitar, nos confirman lo que muchos sospechábamos, que detrás de las intervenciones supuestamente diabólicas suele estar la mano del hombre.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Mermelada de pexego y vainilla





En el tesoro que son las entrevistas de Joaquín Soler Serrano para TVE brilla su conversación con Álvaro Cunqueiro. Memorable la cita del escritor de los conocimientos inútiles de Bertrand Russell y su aplicación a la gastronomía. Además de explicarnos que las nécoras de la ría de Vigo (Portumnus puber, aunque creo que Cunqueiro mezcla los nombres científicos de dos especies diferentes) le saben mejor desde que sabe que Portumnus era un dios romano protector de los puertos, y que las centollas (Maia squinado) le saben mejor desde que le remiten a Maia, la estrella más brillante de las Pléyades, se hace eco de la teoría del filósofo inglés de la llegada desde el lejano Oriente de los melocotones: sus huesos venían en los zurrones de los soldados chinos capturados por las tropas del rey indio Kanishka, y de ahí pasaron primero a Persia y luego al Imperio romano. Russell expone que "apricot" nació de una etimología falsa que antepuso una "a" a precoz, debido a la maduración temprana del fruto, una historia que también cita Cunqueiro, aunque le añade otra, al atribuir el nombre gallego del pexego (Prunus persica) a su paso por Persia en su viaje hacia Occidente (de hecho, el Diccionario de la Academia Española incluye esta acepción para la voz "pérsico").

No pude evitar recordar toda esta erudición "inútil" cuando me trajeron a casa un par de kilos de pexegos, también con su historia: proceden de unos pexegueiros que crecieron silvestres de los huesos de los frutos que un día llevó mi padre para comer algo mientras trabajaba la tierra y que tiró sin pensárselo demasiado al borde de la huerta. Como os imaginaréis, al saber de su procedencia, estos pexegos me saben mucho mejor, como también disfruto mucho más del artículo de Russell desde que encontré en Internet tirada de precio la primera edición del libro que incluye el celebrado texto y que aún luce el ex libris de su anterior dueño, James Stanley Little, secretario de la Sociedad de Autores británica a finales del siglo XIX.

Con estos antecedentes, era obligado hacer algo especial con los pexegos, pero conservando una relativa sencillez. En uno de los primeros libros de cocina que compré, Conservas, de Oded Schwartz, hace muchos años en la liquidación de la que fue mi librería durante toda la infancia y primera juventud (lo que, evidentemente, hace que le tenga mucho más cariño), encontré una receta de mermelada de melocotón y vainilla que tomé como inspiración.

Empecé por escaldar los pexegos para pelarlos y luego quitarles los huesos. Corté la carne, blanca por el interior y de un rojo granate por su cara exterior, en pequeños trozos, que puse en una olla con el zumo de un limón grande y unos corazones de manzana para que ganase algo más de pectina. Como la fruta pesaba kilo y medio añadí algo más de un kilo de azúcar y dos vainas de vainilla, lo llevé a ebullición y luego bajé el fuego hasta conseguir una pulpa. Después de un cuarto de hora subí de nuevo la potencia para alcanzar el punto de cuajado (105 grados) y pasar la mermelada a tarros esterilizados.

La mermelada está rica, muy rica, pero a mí me sabe mucho mejor, claro, por todo lo que lleva detrás. Y creo que a Cunqueiro le habría gustado el añadido de la vainilla a los pexegos. Seguro.